HISTORIA DE UN BUEN
BRAHMAN
En uno de mis
viajes encontré a un viejo brahmán, hombre sensato, inteligente y muy sabio;
además, era muy rico por lo que era más sensato aún, pues al no carecer de
nada, no tenía necesidad de engañar a nadie. Su familia estaba muy bien
gobernada por tres bellas mujeres que pugnaban por complacerle; y cuando no se
distaría con sus mujeres, se dedicaba a filosofar. Cerca de su casa, que era
hermosa, adornada y acompañada de jardines encantadores, moraba una vieja
hindú, beata, torpe y bastante pobre. El brahmán me dijo un día: «Me gustaría
no haber nacido». Le pregunté por qué. Me respondió: «Estudio desde hace
cuarenta años y son cuarenta años perdidos; enseño a los demás, pero lo ignoro
todo: esta circunstancia transmite a mi alma tanta humillación y hastío, que la
vida se me hace insoportable. Nací, vivo en el tiempo, pero no sé qué es el
tiempo; me encuentro en un punto entre dos eternidades, como dicen nuestros
sabios, y no tengo ni idea de la eternidad. Estoy compuesto de materia; pienso,
pero jamás he podido instruirme acerca de lo que produce el pensamiento; ignoro
si mi entendimiento es en mí una simple facultad, como la de caminar, o la de
digerir, y si pienso con mi cabeza lo mismo que cojo algo con mis manos. No
sólo me resulta desconocido el principio de mi pensamiento, el principio de mis
movimientos también está oculto para mí: no sé por qué existo. Pese a esto,
todos los días me plantean preguntas acerca de estos temas y tengo que
responder; no tengo nada importante que decir; hablo mucho, aunque me quedo
confuso y avergonzado de mí mismo después de haber hablado. Es peor aun cuando
alguien me pregunta si Brahmán ha sido producido por Visnú, o si los dos
son eternos. Dios es testigo de que no sé ni una palabra acerca de la cuestión,
y eso se percibe en mis respuestas. «¡Ah! reverendo padre —me dicen—
explíquenos cómo el mal inunda la tierra». Siento la misma ignorancia que los
que me plantean la cuestión. A veces les digo que todo marcha bien en el mundo;
pero los que se han arruinado o han resultado mutilados en la guerra, no creen
nada de eso, y yo tampoco; me retiro a mi casa abrumado por mi curiosidad y mi
ignorancia. Leo nuestros libros antiguos, y éstos incrementaron aún más mis
tinieblas. Hablo con mis compañeros: unos me responden que hay que gozar de la
vida y burlarse de los hombres, otros creen saber algo y se pierden en un
marasmo de ideas extravagantes; todo incrementa el sentimiento doloroso que
padezco. En ocasiones estoy a punto de caer en la desesperación cuando pienso
que, después de todas mis investigaciones, no sé de dónde vengo, qué soy,
adónde iré, ni que será de mí.» El estado de aquel buen hombre me produjo
auténtica pena, pues nadie era más razonable ni más honesto que él. Y pensé que
cuanta más inteligencia tenía en su cabeza y más sensibilidad en su corazón,
más infortunado era. Vi el mismo día a la anciana que vivía cerca de él; le
pregunté si se había sentido alguna vez afligida por no saber cómo está hecha
su alma. Ni siquiera comprendió lo que le había preguntado: no se había
detenido ni un segundo en su vida a reflexionar acerca de una sola de las
cuestiones que atormentaban al brahmán; creía de todo corazón en las
metamorfosis de Visnú, y con tal de que pudiera tener, a veces, agua del Ganges
para lavarse, se consideraba la más dichosa de las mujeres. Impresionado por la
felicidad de aquella pobre criatura, volví de nuevo a visitar a mi filósofo, y
le dije: «¿No siente vergüenza de ser infortunado, cuando a su puerta hay una
vieja autómata que no piensa en nada, pero vive feliz?» — «Tiene razón —me
contestó—; me he dicho cien veces que sería feliz si fuera tan simple como mi
vecina y, sin embargo, no quisiera tener este tipo de felicidad.» Esta
respuesta de mi brahmán me produjo más impresión que todo lo demás; me examiné
a mí mismo y vi que, efectivamente, yo no habría querido ser feliz si para
serlo debía ser bobo. Les propuse el tema a otros filósofos, y todos
coincidieron conmigo. «Hay no obstante —decía yo— una gran contradicción en
esta manera de pensar, porque en definitiva, ¿de qué se trata? De ser feliz.
¿No importa ser inteligente o ser memo? Además, los que están contentos con su
ser están mucho más seguros de estar contentos; los que razonan no están tan
seguros de razonar bien. Está claro pues —decía yo— que habría que elegir no
tener sentido común, por poco que ese sentido común contribuya a nuestro
malestar.» Todo el mundo estuvo de acuerdo conmigo; sin embargo, no encontré a
nadie que quisiera aceptar el trato de convertirse en imbécil para ser más
feliz. De lo que concluí que, si valoramos la felicidad, valoramos aún más la
razón. Pero, después de haber reflexionado sobre el tema, creo que preferir la
razón a la felicidad, es también algo muy insensato. ¿Cómo puede explicarse,
pues, esta contradicción? Como todas las demás. Habría mucho que hablar al
respecto.
Voltaire