jueves, 10 de mayo de 2018

DESTINO. SOFISTAS. SOCRATES.

El destino
¡Buenos días de nuevo, querida Sofía! Déjame decirte, de una vez por todas, que jamás debes intentar espiarme. Ya nos conoceremos en persona algún día, pero seré yo quien decida la hora y el lugar. ¿No vas a desobedecerme, verdad? Volvamos a los filósofos. Hemos visto cómo buscan explicaciones naturales a los cambios que tienen lugar en la naturaleza. Anteriormente, esas cuestiones se explicaban mediante los mitos. Pero también en otros campos hubo que despejar el camino de viejas supersticiones. Lo vemos en lo que se refiere a estar enfermo y estar sano, y en lo que se refiere a los acontecimientos políticos. En ambos campos, los griegos tuvieron una gran fe en el destino. Por fe en el destino se entiende la fe en que está determinado, de antemano, todo lo que va a suceder. Esta idea la podemos encontrar en todo el mundo, en el momento presente, y a través de toda la historia. En los países nórdicos existe una gran fe en «el destino», tal como aparece en las antiguas sagas islandesas. Tanto entre los griegos como en otras partes del mundo, nos encontramos con la idea de que los seres humanos pueden llegar a conocer el destino a través de diferentes formas de oráculo, lo que significa que el destino de una persona, o de un estado, puede ser interpretado de varios modos. Todavía hay muchas personas que creen en leer las cartas, leer las manos o interpretar las estrellas. Una variante típicamente noruega es la adivinación mediante los posos del café. Al vaciarse la taza de café, suelen quedar algunos posos en el fondo. Esos posos pueden formar un determinado dibujo o imagen —sobre todo, si añadimos un poco de imaginación—. Si los posos tienen la forma de un coche, significa que la persona que haya bebido de la taza quizás vaya a hacer un viaje en coche. Vemos que el «adivino» intenta interpretar algo que en realidad no está nada claro. Esto es muy típico de todo arte adivinatorio. Y precisamente porque aquello que se «adivina» es tan poco claro, no resulta tampoco muy fácil contradecir al adivino. Cuando miramos el cielo estrellado, vemos un verdadero caos de puntitos brillantes. Y, sin embargo, ha habido muchas personas, a través de los tiempos, que han creído que las estrellas pueden decirnos algo sobre nuestra vida en la Tierra. Incluso hoy en día, hay dirigentes políticos que consultan a un astrólogo antes de tomar una decisión importante.
El oráculo de Delfos
Los griegos pensaban que los seres humanos podían enterarse de su destino a través del famoso oráculo de Delfos. El dios Apolo era el dios del oráculo. Hablaba a través de la sacerdotisa Pitia, que estaba sentada en una silla sobre una grieta de la Tierra. De esta grieta subían unos gases narcóticos que la embriagaban, circunstancia indispensable para que pudiera ser la voz de Apolo. Al llegar a Delfos, uno entregaba primero su pregunta a los sacerdotes, quienes, a su vez, se la daban a Pitia. Ella emitía una contestación tan incomprensible o ambigua que hacía falta que los sacerdotes interpretaran la respuesta a la persona que había entregado la pregunta. Así los griegos podían aprovecharse de la sabiduría de Apolo, ya que creían que Apolo sabía todo sobre el pasado y el futuro. Muchos jefes de Estado no se atrevían a declarar la guerra, o a tomar otras decisiones importantes, antes de haber consultado el oráculo de Delfos. Así pues, los sacerdotes de Apolo funcionaban prácticamente como una especie de diplomáticos y asesores, con muy amplios conocimientos sobre gentes y países .Encima del templo de Delfos había una famosa inscripción: ¡CONÓCETE A TI MISMO!, que significaba que el ser humano nunca debe pensar que es algo más que un ser humano, y que ningún ser humano puede escapar a su destino.  Entre los griegos se contaban muchas historias sobre personas que habían sido alcanzadas por su destino. Con el tiempo, se escribieron una serie de obras de teatro, tragedias, sobre esas personas «trágicas». El ejemplo más famoso es la historia del rey Edipo.
Ciencia de la historia y ciencia de la medicina
El destino no sólo determinaba la vida del individuo. Los griegos también creían que el curso mismo del mundo estaba dirigido por el destino. Opinaban que el resultado de una guerra podía deberse a la intervención de los dioses. También hoy en día hay muchos que creen que Dios u otras fuerzas misteriosas dirigen el curso de la historia. Pero justo a la vez que los filósofos griegos intentaban buscar explicaciones naturales a los procesos de la naturaleza, iba formándose una ciencia de la historia que intentaba encontrar causas naturales a su desarrollo. El que un Estado perdiera una guerra, no se explicaba ya como una venganza de los dioses. Los historiadores griegos más famosos fueron Heródoto (484- 424 a. de C.) y Tucídides (460-400). Los griegos también creían que las enfermedades podían deberse a la intervención divina. Las enfermedades contagiosas se interpretaban, a menudo, como un castigo de los dioses. Por otra parte, los dioses podían volver a curar a las personas, si se les ofrecían sacrificios. Esto no es, en modo alguno, exclusivo de los griegos. Antes del nacimiento de la moderna ciencia de la medicina, en tiempos recientes, lo más normal era pensar que las enfermedades tenían causas sobrenaturales. Por ejemplo, la palabra «influenza»[1] significa en realidad que uno se encuentra bajo una mala «influencia» de las estrellas. Incluso hoy en día, hay muchas personas en el mundo entero que creen que algunas enfermedades —el SIDA, por ejemplo
— son un castigo de Dios. Muchos piensan, además, que un enfermo puede ser curado de un modo sobrenatural. Precisamente en la época en que los filósofos griegos iniciaron una nueva manera de pensar, surgió una ciencia griega de la medicina que intentaba encontrar explicaciones naturales a las enfermedades y al estado de salud. Se dice que Hipócrates, que nació en Cos hacia el año 460 a. de C., fue el fundador de la ciencia griega de la medicina. La protección más importante contra la enfermedad era, según la tradición médica hipocrática, la moderación y una vida sana. Lo natural en una persona es estar sana. Cuando surge una enfermedad, es porque la naturaleza ha «descarrilado» a causa de un desequilibrio físico o psíquico. La receta para estar sano era la moderación, la armonía y «una mente sana en un cuerpo sano». Hoy en día se habla constantemente de la «ética médica», con lo que se quiere decir que, el médico, está obligado a ejercer su profesión médica según ciertas reglas éticas. Un médico no puede, por ejemplo, extender recetas de estupefacientes a personas sanas. Un médico tiene también que guardar el secreto profesional. Esto significa que no tiene derecho a contar a otras personas algo que un paciente le haya dicho sobre su enfermedad. Estas reglas tienen sus raíces en Hipócrates, que exigió a sus discípulos que prestasen el siguiente juramento: Utilizaré el tratamiento para ayudar a los enfermos según mi capacidad y juicio, pero nunca con la intención de causar daño o dolor. A nadie daré veneno aunque me lo pida o me lo sugiera, tampoco daré abortivos a ninguna mujer con el fin de evitar un embarazo. Consideraré sagrados mi vida y mi arte. No utilizaré el cuchillo, ni siquiera en aquellos que sufren indescriptiblemente, dejándoselo hacer a los que se ocupan de ello. Cuando entre en la morada de un enfermo, lo haré siempre en beneficio suyo; me abstendré de toda acción injusta y de abusar del cuerpo de hombres o mujeres, libres o esclavos. De todo cuanto vea y oiga en el ejercicio de mi profesión y aun fuera de ella callaré cuantas cosas sea necesario que no se divulguen, considerando la discreción como un deber. Si cumplo fielmente este juramento, que me sea otorgado gozar felizmente de la vida y de mi arte y ser honrado siempre entre los hombres. Si lo violo y me hago perjuro, que me ocurra lo contrario. Sofía se sentó en la cama de un salto, cuando se despertó el sábado por la mañana. ¿Había sido un sueño o había visto de verdad al filósofo? Tocó con el brazo el suelo bajo la cama. Pues sí, allí estaba la carta que había llegado por la noche. Sofía se acordó de todo lo que había leído sobre la fe de los griegos en el destino. Entonces, no había sido sólo un sueño. ¡Claro que había visto al filósofo! Y más que eso, había visto con sus propios ojos que se había llevado la carta que ella le había escrito. Sofía salió de la cama y miró debajo. Sacó de allí todas las hojas escritas a máquina. ¿Pero qué era aquello? Al fondo del todo, junto a la pared, había algo rojo. ¿Podía ser una bufanda? Sofía se deslizó debajo de la cama y recogió un pañuelo rojo de seda. Sólo estaba segura de una cosa: nunca había sido suyo. Empezó a examinar el pañuelo minuciosamente y dio un pequeño grito cuando vio unas letras escritas con una pluma negra a lo largo de la costura. «HILDE», ponía. ¡Hilde! ¿Pero quién era Hilde? ¿Cómo podía ser que sus caminos se hubieran cruzado de esa manera?
 Sócrates
… más sabia es la que sabe lo que no sabe…
Sofía se puso un vestido de verano y bajó a la cocina. Su madre estaba inclinada sobre la encimera. Decidió no decirle nada sobre el pañuelo de seda.
—¿Has recogido el periódico? —se le escapó a Sofía.
La madre se volvió hacia ella.
—¿Me haces el favor de recogerlo tú?
Sofía se fue corriendo al jardín y se inclinó sobre el buzón verde. Solamente un periódico. Era pronto para esperar respuesta a su carta. En la portada del periódico leyó unas líneas sobre los cascos azules de las Naciones Unidas en el Líbano. Los cascos azules… ¿No era lo que ponía en el sello de la postal del padre de Hilde? Pero llevaba sellos noruegos. A lo mejor los cascos azules de las Naciones Unidas llevaban consigo su propia oficina de correos. Cuando su madre hubo terminado en la cocina, le dijo a Sofía medio en broma:
—Vaya, sí que te interesa el periódico.
Afortunadamente no dijo nada más sobre buzones y cosas por el estilo, ni durante el desayuno ni más tarde, en el transcurso del día. Cuando se fue a hacer la compra, Sofía cogió la carta sobre la fe en el destino y se la llevó al Callejón. El corazón le dio un vuelco cuando de repente vio un sobrecito blanco junto a la caja que contenía las cartas del profesor de filosofía. Sofía estaba segura de que no la había dejado allí. También este sobre estaba como mojado por los bordes, y tenía, exactamente como el anterior, un par de profundas incisiones. ¿Había estado ahí el profesor de filosofía? ¿Conocía su escondite más secreto? ¿Pero por qué estaban mojados los sobres? Sofía daba vueltas a todas esas preguntas. Abrió el sobre y leyó la nota.
Querida Sofía. He leído tu carta con gran interés, y también con un poco de pesar, ya que tendré que desilusionarte respecto a lo de las visitas para tomar café y esas cosas. Un día nos conoceremos, pero pasará bastante tiempo hasta que pueda aparecer por tu calle. Además, debo añadir que a partir de ahora no podré llevarte las cartas personalmente. A la larga, sería demasiado arriesgado. A partir de ahora, mi pequeño mensajero te las llevará, y las depositará directamente en el lugar secreto del jardín. Puedes seguir poniéndote en contacto conmigo cuando sientas necesidad de ello. En ese caso, tendrás que poner un sobre de color rosa con una galletita dulce o un terrón de azúcar dentro. Cuando mi mensajero descubra una carta así, me traerá el correo. P. D. No es muy agradable tener que rechazar tu invitación a tomar café, pero a veces resulta totalmente necesario. P. D. P. S. Si encontraras un pañuelo rojo de seda, ruego lo guardes bien. De vez en cuando, objetos de este tipo se cambian por error en colegios y lugares así, y ésta es una escuela de filosofía. Saludos, Alberto Knox.
Sofía tenía catorce años y en el transcurso de su vida había recibido unas cuantas cartas, por Navidad, su cumpleaños y fechas parecidas. Pero esta carta era la más curiosa que había recibido jamás. No llevaba ningún sello. Ni siquiera había sido metida en el buzón. Esta carta había sido llevada directamente al lugar secretísimo de Sofía dentro del viejo seto. También resultaba curioso que la carta se hubiera mojado en ese día primaveral tan seco. Lo más raro de todo era, desde luego, el pañuelo de seda. El profesor de filosofía también tenía otro alumno. ¡Vale! Y ese otro alumno había perdido un pañuelo rojo de seda. ¡Vale! ¿Pero cómo había podido perder el pañuelo debajo de la cama de Sofía?Y Alberto Knox… ¿No era ése un nombre muy extraño? Con esta carta se confirmaba, al menos, que existía una conexión entre el profesor de filosofía y Hilde Møller Knag. Pero lo que resultaba completamente incomprensible era que también el padre de Hilde hubiera confundido las direcciones. Sofía se quedó sentada un largo rato meditando sobre la relación que pudiese haber entre Hilde y ella. Al final, suspiró resignada. El profesor de filosofía había escrito que un día le conocería. ¿Conocería a Hilde también? Dio la vuelta a la hoja y descubrió que había también algunas frases escritas al dorso: ¿Existe un pudor natural? Más sabia es la que sabe lo que no sabe. La verdadera comprensión viene de dentro. Quien sabe lo que es correcto también hará lo correcto. Sofía comprendió que las frases cortas que venían en el sobre blanco la iban a preparar para el próximo sobre grande que llegaría muy poco tiempo después. Se le ocurrió una cosa: si «el mensajero» iba a depositar el sobre ahí, en el Callejón, podía simplemente ponerse a esperarle. ¿O sería «ella»? ¡En ese caso se agarraría a esa persona hasta que él o ella le contara algo más del filósofo! En la carta ponía, además, que el mensajero era pequeño. ¿Se trataría de un niño?
«¿Existe un pudor natural?»
Sofía sabía que «pudor» era una palabra anticuada que significaba «timidez»; por ejemplo, sentir pudor por que alguien te vea desnudo. ¿Pero era en realidad natural sentirse intimidado por ello? Decir que algo es natural, significa que es algo aplicable a la mayoría de las personas. Pero en muchas partes del mundo, era natural ir desnudo. ¿Entonces, era la sociedad la que decidía lo que se podía y lo que no se podía hacer? Cuando la abuela era joven, por ejemplo, no se podía tomar el sol en top-less. Pero, hoy en día, la mayoría opinaba que era algo natural; aunque en muchos países sigue estando terminantemente prohibido. Sofía se rascó la cabeza. ¿Era esto filosofía? Y luego la siguiente frase: «Más sabia es la que sabe lo que no sabe». ¿Más sabia que quién? Si lo que quería decir el filósofo era que, una que era consciente de que no sabía todo, era más sabia que una que sabía igual de poco, pero que, sin embargo, se imaginaba saber un montón, entonces no resultaba difícil estar de acuerdo. Sofía nunca había pensado en esto antes. Pero cuanto más pensaba en ello, más claro le parecía que el saber lo que uno no sabe, también es, en realidad, una forma de saber. No aguantaba a esa gente tan segura de saber un montón de cosas de las que no tenía ni idea. Y luego eso de que los verdaderos conocimientos vienen de dentro. ¿Pero no vienen en algún momento todos los conocimientos desde fuera, antes de entrar en la cabeza de la gente? Por otra parte, Sofía se acordaba de situaciones en las que su madre o los profesores le habían intentado enseñar algo que ella había sido reacia a aprender. Cuando verdaderamente había aprendido algo, de alguna manera, ella había contribuido con algo. Cuando de repente había entendido algo, eso era quizás a lo que se llamaba «comprensión». Pues sí, Sofía opinaba que se había defendido bastante bien en los primeros ejercicios. Pero la siguiente afirmación era tan extraña que simplemente se echó a reír: «Quien sepa lo que es correcto también hará lo correcto». ¿Significaba eso que cuando un ladrón robaba un banco lo hacía porque no sabía que no era correcto? Sofía no lo creía. Al contrario, pensaba que niños y adultos eran capaces de hacer muchas tonterías, de las que a lo mejor se arrepentían más tarde, y que precisamente lo hacían a pesar de saber que no estaba bien lo que hacían. Mientras meditaba sobre esto, oyó crujir unas hojas secas al otro lado del seto que daba al gran bosque. ¿Sería acaso el mensajero? Sofía tuvo la sensación de que su corazón daba un salto. Pero aún tuvo más miedo al oír que lo que se acercaba respiraba como un animal. De repente vio un gran perro que había conseguido meterse en el Callejón desde el bosque. Tenía que ser un labrador. En la boca llevaba un sobre amarillo grande, que soltó justamente delante de las rodillas de Sofía. Todo sucedió con tanta rapidez que Sofía no tuvo tiempo de reaccionar. En unos instantes tuvo el sobre en la mano, pero el perro se había esfumado. Cuando todo hubo pasado, reaccionó. Puso las manos sobre las piernas y empezó a llorar. No sabía cuánto tiempo había permanecido así, pero al cabo de un rato volvió a levantar la vista. ¡Conque ése era el mensajero! Sofía respiró aliviada. Ésa era la razón por la que los sobres blancos siempre estaban mojados por los bordes. Y ahora resultaba evidente por qué tenían como incisiones en el papel. ¿Cómo no se le había ocurrido? Además, ahora tenía cierta lógica la orden de meter una galleta dulce o un terrón de azúcar en el sobre que ella mandara al filósofo. No pensaba siempre tan rápidamente como le hubiera gustado. No obstante, era indiscutible que tener a un perro bien enseñado como «mensajero» era algo bastante insólito. Al menos podía abandonar la idea de obligar al mensajero a revelar dónde se encontraba Alberto Knox. Sofía abrió el voluminoso sobre y se puso a leer.
La filosofía en Atenas
Querida Sofía: Cuando leas esto, ya habrás conocido probablemente a Hermes. Para que no quepa ninguna duda, debo añadir que es un perro. Pero eso no te debe preocupar. Él es muy bueno, y además mucho más inteligente que muchas personas. O, por lo menos, no pretende ser más inteligente de lo que es. También debes tomar nota de que su nombre no ha sido elegido totalmente al azar. Hermes era el mensajero de los dioses griegos. También era el dios de los navegantes, pero eso no nos concierne a nosotros, al menos no por ahora. Lo que es más importante es que Hermes también ha dado nombre a la palabra «hermético», que significa oculto o inaccesible. Va muy bien con la manera en que Hermes nos mantiene a los dos, ocultos el uno al otro. Con esto he presentado al mensajero. Obedece, como es natural, a su nombre, y es, en general, bastante bien educado. Volvamos a la filosofía. Ya hemos concluido la primera parte; es decir, la filosofía de la naturaleza, la ruptura con la concepción mítica del mundo. Ahora vamos a conocer a los tres filósofos más grandes de la Antigüedad. Se llaman Sócrates , Platón y Aristóteles. Estos tres filósofos dejaron, cada uno a su manera, sus huellas en la civilización europea. A los filósofos de la naturaleza se les llama a menudo «presocráticos», porque vivieron antes de Sócrates. Es verdad que Demócrito murió un par de años después que Sócrates, pero su manera de pensar pertenece a la filosofía de la naturaleza presocrática. Además no marcamos únicamente una separación temporal con Sócrates, también nos vamos a trasladar un poco geográficamente, ya que Sócrates es el primer filósofo nacido en Atenas, y tanto él como sus dos sucesores vivieron y actuaron en Atenas. Quizás recuerdes que también Anaxágoras vivió durante algún tiempo en esa ciudad, pero fue expulsado por decir que el sol era una esfera de fuego. (Tampoco le fue mejor a Sócrates.) Desde los tiempos de Sócrates, la vida cultural griega se concentró en Atenas. Pero aún es más importante tener en cuenta que el mismo proyecto filosófico cambia de características al pasar de los filósofos de la naturaleza a Sócrates. ¡Se levanta el telón, Sofía! La historia del pensamiento es como un drama en muchos actos.
El hombre en el centro
Desde aproximadamente el año 450 a. de C., Atenas se convirtió en el centro cultural del mundo griego. Y también la filosofía tomó un nuevo rumbo. Los filósofos de la naturaleza fueron ante todo investigadores de la naturaleza. Por ello ocupan también un importante lugar en la historia de la ciencia. En Atenas, el interés comenzó a centrarse en el ser humano y en el lugar de éste en la sociedad. En Atenas se iba desarrollando una democracia con asamblea popular y tribunales de justicia. Una condición previa de la democracia era que el pueblo recibiera la enseñanza necesaria para poder participar en el proceso de democratización. También en nuestros días sabemos que una joven democracia requiere que el pueblo reciba una buena enseñanza. En Atenas, por lo tanto, era muy importante dominar, sobre todo, el arte de la retórica. Desde las colonias griegas, pronto acudió a Atenas un gran grupo de profesores y filósofos errantes. Éstos se llamaban a sí mismos sofistas. La palabra «sofista» significa persona sabia o hábil. En Atenas los sofistas vivían de enseñar a los ciudadanos. Los sofistas tenían un importante rasgo en común con los filósofos de la naturaleza: el adoptar una postura crítica ante los mitos tradicionales. Pero, al mismo tiempo, los sofistas rechazaron lo que entendían como especulaciones filosóficas inútiles. Opinaban que, aunque quizás existiera una respuesta a las preguntas filosóficas, los seres humanos no serían capaces de encontrar respuestas seguras a los misterios de la naturaleza y del universo. Ese punto de vista se llama escepticismo en filosofía. Pero aunque no seamos capaces de encontrar la respuesta a todos los enigmas de la naturaleza, sabemos que somos seres humanos obligados a convivir en sociedad. Los sofistas optaron por interesarse por el ser humano y por su lugar en la sociedad. «El hombre es la medida de todas las cosas», decía el sofista Protágoras (aprox. 487-420 a. de C.), con lo que quería decir que siempre hay que valorar lo que es bueno o malo, correcto o equivocado, en relación con las necesidades del hombre. Cuando le preguntaron si creía en los dioses griegos, contestó que «el asunto es complicado y la vida humana es breve». A los que, como él, no saben pronunciarse con seguridad sobre la pregunta de si existe o no un dios, los llamamos agnósticos. Los sofistas viajaron mucho por el mundo, y habían visto muchos regímenes distintos. Podían variar mucho, de un lugar a otro, las costumbres y las leyes de los Estados. De ese modo, los sofistas crearon un debate en Atenas sobre qué era lo que estaba determinado por la naturaleza y qué creado por la sociedad. Así pusieron los cimientos de una crítica social en la ciudad-estado de Atenas. Señalaron, por ejemplo, que expresiones tales como «pudor natural» no siempre concordaban con la realidad. Porque si es natural tener pudor, tiene que ser algo innato. ¿Pero es innato, Sofía, o es un sentimiento creado por la sociedad? A una persona que ha viajado por el mundo, la respuesta le resulta fácil: no es natural o innato tener miedo a mostrarse desnudo. El pudor, o la falta de pudor, está relacionado con las costumbres de la sociedad. Como podrás entender, los sofistas errantes crearon amargos debates en la sociedad ateniense, señalando que no había «normas absolutas» sobre lo que es correcto o erróneo. Sócrates, por otra parte, intentó mostrar que sí existen algunas normas absolutas y universales.
¿Quién era Sócrates?
Sócrates (470-399 a. de C.) es quizás el personaje más enigmático de toda la historia de la filosofía. No escribió nada en absoluto. Y sin embargo, es uno de los filósofos que más influencia ha ejercido sobre el pensamiento europeo. Esto se debe en parte a su dramática muerte. Sabemos que nació en Atenas y que pasó la mayor parte de su vida por calles y plazas conversando con la gente con la que se topaba. Los árboles en el campo no me pueden enseñar nada, decía. A menudo se quedaba inmóvil, de pie, en profunda meditación durante horas. Ya en vida fue considerado una persona enigmática y, al poco tiempo de morir, como el artífice de una serie de distintas corrientes filosóficas. Precisamente porque era tan enigmático y ambiguo, podía ser utilizado en provecho de corrientes completamente diferentes. Lo que es seguro es que era feo de remate. Era bajito y gordo, con ojos saltones y nariz respingona. Pero interiormente era, se decía, «maravilloso». También se decía de él: «Se puede buscar y rebuscar en su propia época, se puede buscar y rebuscar en el pasado, pero nunca se encontrará a nadie como él». Y, sin embargo, fue condenado a muerte por su actividad filosófica. La vida de Sócrates se conoce sobre todo a través de Platón, que fue su alumno y que, por otra parte, sería uno de los filósofos más grandes de la historia. Platón escribió muchos diálogos —o conversaciones filosóficas— en los que utilizaba a Sócrates como portavoz. No podemos estar completamente seguros de que las palabras que Platón pone en boca de Sócrates fueran verdaderamente pronunciadas por Sócrates, y, por ello, resulta un poco difícil separar entre lo que era la doctrina de Sócrates y las palabras del propio Platón. Este problema también surge con otros personajes históricos que no dejaron ninguna fuente escrita. El ejemplo más conocido de esto es, sin duda, Jesucristo. No podemos estar seguros de que el «Jesús histórico» dijera verdaderamente lo que ponen en su boca Mateo o Lucas. Lo mismo pasa también con lo que dijo el «Sócrates histórico». Sin embargo, no es tan importante saber quién era Sócrates verdaderamente. Es, ante todo, la imagen que nos proporciona Platón de Sócrates la que ha inspirado a los pensadores de Occidente durante casi 2.500 años.
El arte de conversar
La propia esencia de la actividad de Sócrates es que su objetivo no era enseñar a la gente. Daba más bien la impresión de que aprendía de las personas con las que hablaba. De modo que no enseñaba como cualquier maestro de escuela. No, no, él conversaba. Está claro que no se habría convertido en un famoso filósofo si sólo hubiera escuchado a los demás. Y tampoco le habrían condenado a muerte, claro está. Pero, sobre todo, al principio solía simplemente hacer preguntas, dando a entender que no sabía nada. En el transcurso de la conversación, solía conseguir que su interlocutor viera los fallos de su propio razonamiento. Y entonces, podía suceder que el otro se viera acorralado y, al final, tuviera que darse cuenta de lo que era bueno y lo que era malo. Se dice que la madre de Sócrates era comadrona, y Sócrates comparaba su propia actividad con la del «arte de parir» de la comadrona. No es la comadrona la que pare al niño. Simplemente está presente para ayudar durante el parto. Así, Sócrates consideraba su misión ayudar a las personas a «parir» la debida comprensión. Porque el verdadero conocimiento tiene que salir del interior de cada uno. No puede ser impuesto por otros. Sólo el conocimiento que llega desde dentro es el verdadero conocimiento. Puntualizo: la capacidad de parir hijos es una facultad natural. De la misma manera, todas las personas pueden llegar a entender las verdades filosóficas cuando utilizan su razón. Cuando una persona «entra en juicio», recoge algo de ella misma. Precisamente haciéndose el ignorante, Sócrates obligaba a la gente con la que se topaba a utilizar su sentido común. Sócrates se hacía el ignorante, es decir, aparentaba ser más tonto de lo que era. Esto lo llamamos ironía socrática. De esa manera, podía constantemente señalar los puntos débiles de la manera de pensar de los atenienses. Esto solía suceder en plazas públicas. Un encuentro con Sócrates podía significar quedar en ridículo ante un gran público. Por lo tanto, no es de extrañar que Sócrates, a la larga, pudiera resultar molesto e irritante, sobre todo para los que sostenían los poderes de la sociedad. «Atenas es como un caballo apático», decía Sócrates, «y yo soy un moscardón que intenta despertarlo y mantenerlo vivo». (¿Qué se hace con un moscardón, Sofía? ¿Me lo puedes decir?)
Una voz divina
No era con intención de torturar a su prójimo por lo que Sócrates les incordiaba continuamente. Había algo dentro de él que no le dejaba elección. Él solía decir que tenía una «voz divina» en su interior. Sócrates protestaba, por ejemplo, contra tener que participar en condenar a alguien a muerte. Además, se negaba a delatar a adversarios políticos. Esto le costaría, al final, la vida. En 399 a. de C. fue acusado de «introducir nuevos dioses» y de «llevar a la juventud por caminos equivocados». Por una escasa mayoría, fue declarado culpable por un jurado de 500 miembros. Seguramente podría haber suplicado clemencia. Al menos, podría haber salvado el pellejo si hubiera accedido a abandonar Atenas. Pero si lo hubiera hecho, no habría sido Sócrates. El caso es que valoraba su propia conciencia —y la verdad— más que su propia vida. Aseguró que había actuado por el bien del Estado. Y, sin embargo, lo condenaron a muerte. Poco tiempo después, vació la copa de veneno en presencia de sus amigos más íntimos. Luego cayó muerto al suelo. ¿Por qué, Sofía? ¿Por qué tuvo que morir Sócrates? Esta pregunta ha sido planteada por los seres humanos durante 2.400 años. Pero él no es la única persona en la historia que ha ido hasta el final, muriendo por su convicción. Ya mencioné a Jesús, y en realidad existen más puntos comunes entre Jesús y Sócrates. Mencionaré algunos. Tanto Jesús como Sócrates eran considerados personas enigmáticas por sus contemporáneos. Ninguno de los dos escribió su mensaje, lo que significa que dependemos totalmente de la imagen que de ellos dejaron sus discípulos. Lo que está por encima de cualquier duda, es que los dos eran maestros en el arte de conversar. Además, hablaban con una autosuficiencia que fascinaba e irritaba. Y los dos pensaban que hablaban en nombre de algo mucho mayor que ellos mismos. Desafiaron a los poderosos de la sociedad, criticando toda clase de injusticia y abuso de poder. Y finalmente, esta actividad les costaría la vida. También en lo que se refiere a los juicios contra Jesús y Sócrates, vemos varios puntos comunes. Los dos podrían haber suplicado clemencia y haber salvado, así, la vida. Pero pensaban que tenían una vocación que habrían traicionado si no hubieran ido hasta el final. Precisamente yendo a la muerte con la cabeza erguida, reunirían a miles de partidarios también después de su muerte. Aunque hago esta comparación entre Jesús y Sócrates, no digo que fueran iguales. Lo que he querido decir, ante todo, es que los dos tenían un mensaje que no puede ser separado de su coraje personal.
Un comodín en Atenas
¡Sócrates, Sofía! No hemos acabado del todo con él, ¿sabes? Hemos dicho algo sobre su método. ¿Pero cuál fue su proyecto filosófico? Sócrates vivió en el mismo tiempo que los sofistas. Como ellos, se interesó más por el ser humano y por su vida que por los problemas de los filósofos de la naturaleza. Un filósofo romano —Cicerón— diría, unos siglos más tarde, que Sócrates «hizo que la filosofía bajara del cielo a la tierra, y la dejó morar en las ciudades y la introdujo en las casas, obligando a los seres humanos a pensar en la vida, en las costumbres, en el bien y en el mal». Pero Sócrates también se distinguía de los sofistas en un punto importante. Él no se consideraba sofista, es decir, una persona sabia o instruida. Al contrario que los sofistas, no cobraba dinero por su enseñanza. Sócrates se llamaba «filósofo», en el verdadero sentido de la palabra. «Filósofo» significa en realidad «uno que busca conseguir sabiduría». ¿Estás cómoda, Sofía? Para el resto del curso de filosofía, es muy importante que entiendas la diferencia entre un «sofista» y un «filósofo». Los sofistas cobraban por sus explicaciones más o menos sutiles, y esos sofistas han ido apareciendo y desapareciendo a través de toda la historia. Me refiero a todos esos maestros de escuela y sabelotodos que, o están muy contentos con lo poco que saben, o presumen de saber un montón de cosas de las que en realidad no tienen ni idea. Seguramente habrás conocido a algunos de esos sofistas en tu corta vida. Un verdadero filósofo, Sofía, es algo muy distinto, más bien lo contrario. Un filósofo sabe que en realidad sabe muy poco, y, precisamente por eso, intenta una y otra vez conseguir verdaderos conocimientos. Sócrates fue un ser así, un ser raro. Se daba cuenta de que no sabía nada de la vida ni del mundo, o más que eso: le molestaba seriamente saber tan poco. Un filósofo es, pues, una persona que reconoce que hay un montón de cosas que no entiende. Y eso le molesta. De esa manera es, al fin y al cabo, más sabio que todos aquellos que presumen de saber cosas de las que no saben nada. «La más sabia es la que sabe lo que no sabe», dije. Y Sócrates dijo que sólo sabía una cosa: que no sabía nada. Toma nota de esta afirmación, porque ese reconocimiento es una cosa rara, incluso entre filósofos. Además, puede resultar tan peligroso si lo predicas públicamente que te puede costar la vida. Los que preguntan, son siempre los más peligrosos. No resulta igual de peligroso contestar. Una sola pregunta puede contener más pólvora que mil respuestas. ¿Has oído hablar del nuevo traje del emperador? En realidad, el emperador estaba totalmente desnudo, pero ninguno de sus súbditos se atrevió a decírselo. De pronto, hubo un niño que exclamó que el emperador estaba desnudo. Ése era un niño valiente, Sofía. De la misma manera, Sócrates se atrevió a decir lo poco que sabemos los seres humanos. Ya señalamos antes el parecido que hay entre niños y filósofos. Puntualizo: la humanidad se encuentra ante una serie de preguntas importantes a las que no encontramos fácilmente buenas respuestas. Ahora se ofrecen dos posibilidades: podemos engañarnos a nosotros mismos y al resto del mundo, fingiendo que sabemos todo lo que merece la pena saber, o podemos cerrar los ojos a las preguntas primordiales y renunciar, de una vez por todas, a conseguir más conocimientos. De esta manera, la humanidad se divide en dos partes. Por regla general, las personas, o están segurísimas de todo, o se muestran indiferentes. (¡Las dos clases gatean muy abajo en la piel del conejo!) Es como cuando divides una baraja en dos, mi querida Sofía. Se meten las cartas rojas en un montón, y las negras en otro. Pero, de vez en cuando, sale de la baraja un comodín, una carta que no es ni trébol, ni corazón, ni rombo, ni pica. Sócrates fue un comodín de esas características en Atenas. No estaba ni segurísimo, ni se mostraba indiferente. Solamente sabía que no sabía nada, y eso le inquietaba. De modo que se hace filósofo el que incansablemente busca conseguir conocimientos ciertos. Se cuenta que un ateniense preguntó al oráculo de Delfos quién era el ser más sabio de Atenas. El oráculo contestó que era Sócrates. Cuando Sócrates se enteró, se extrañó muchísimo. (¡Creo que se echó a reír, Sofía!) Se fue en seguida a la ciudad a ver a uno que, en opinión propia, y en la de muchos otros, era muy sabio. Pero cuando resultó que ese hombre no era capaz de dar ninguna respuesta cierta a las preguntas que Sócrates le hacía, éste entendió al final que el oráculo tenía razón. Para Sócrates era muy importante encontrar una base segura para nuestro conocimiento. Él pensaba que esta base se encontraba en la razón del hombre. Con su fuerte fe en la razón del ser humano, era un típico racionalista.
Un conocimiento correcto conduce a acciones correctas
Ya mencioné que Sócrates pensaba que tenía por dentro una voz divina y que esa «conciencia» le decía lo que estaba bien. «Quien sepa lo que es bueno, también hará el bien», decía. Quería decir que conocimientos correctos conducen a acciones correctas. Y sólo el que hace esto se convierte en un «ser correcto». Cuando actuamos mal es porque desconocemos otra cosa. Por eso es tan importante que aumentemos nuestros conocimientos. Sócrates estaba precisamente buscando definiciones claras y universales de lo que estaba bien y de lo que estaba mal. Al contrario que los sofistas, él pensaba que la capacidad de distinguir entre lo que está bien y lo que está mal se encuentra en la razón, y   en la sociedad. Quizás esto último te resulte un poco difícil de digerir, Sofía. Empiezo de nuevo: Sócrates pensaba que era imposible ser feliz si uno actúa en contra de sus convicciones. Y el que sepa cómo se llega a ser un hombre feliz, intentará serlo. Por ello, quien sabe lo que está bien, también hará el bien, pues ninguna persona querrá ser infeliz, ¿no? ¿Tú qué crees, Sofía? ¿Podrás vivir feliz si constantemente haces cosas que en el fondo sabes que no están bien? Hay muchos que constantemente mienten, y roban, y hablan mal de los demás. ¡De acuerdo! Seguramente saben que eso no está bien, o que no es justo, si prefieres. ¿Pero crees que eso les hace felices? Sócrates no pensaba así.
Cuando Sofía hubo leído la carta sobre Sócrates, la metió en la caja y salió al jardín. Quería meterse en casa antes de que su madre volviera de la compra, para evitar un montón de preguntas sobre dónde había estado. Además, había prometido fregar los platos. Estaba llenando de agua la pila cuando entró su madre con dos bolsas de compra. Quizás por eso dijo:
—Pareces estar un poco en la luna últimamente, Sofía.
Sofía no sabía por qué lo decía, simplemente se le escapó:
—Sócrates también lo estaba.
—¿Sócrates?
La madre abrió los ojos de par en par.
—Es una pena que tuviera que pagar con su vida por ello —prosiguió Sofía muy pensativa.
—¡Pero Sofía! ¡Ya no sé qué decir!
—Tampoco lo sabía Sócrates. Lo único que sabía era que no sabía nada en absoluto. Y, sin embargo, era la persona más sabia de Atenas. La madre estaba atónita. Al final dijo:
—¿Es algo que has aprendido en el instituto?
Sofía negó enérgicamente con la cabeza.
—Allí no aprendemos nada… La gran diferencia entre un maestro de escuela y un auténtico filósofo es que el maestro cree que sabe un montón e intenta obligar a los alumnos a aprender. Un filósofo intenta averiguar las cosas junto con los alumnos.
—De modo que estamos hablando de conejos blancos… Sabes una cosa, pronto exigiré que me digas quién es ese novio tuyo. Si no, empezaré a pensar que está un poco tocado.
Sofía se volvió y señaló a su madre con el cepillo de fregar.
—No es él el que está tocado. Pero es un moscardón que estorba a los demás. Lo hace para sacarles de su manera
rutinaria de pensar.
—Bueno, déjalo ya. A mí me parece que debe de ser un poco respondón.
—No es ni respondón ni sabio. Pero intenta conseguir verdadera sabiduría. Ésa es la diferencia entre un auténtico
comodín y todas las demás cartas de la baraja.
—¿Comodín, has dicho?
Sofía asintió.
—¿Se te ha ocurrido que hay muchos corazones y muchos rombos en una baraja? También hay muchos tréboles y picas.
Pero sólo hay un comodín.
—Cómo contestas, hija mía.
—Y tú, cómo preguntas.
La madre había colocado toda la compra. Cogió el periódico y se fue a la sala de estar. A Sofía le pareció que había cerrado la puerta dando un portazo. Cuando hubo terminado de fregar los cacharros, subió a su habitación. Había metido el pañuelo de seda roja en la parte de arriba de su armario, junto al lego. Ahora lo volvió a bajar y lo miró detenidamente.
Atenas
… de las ruinas se levantaron varios edificios…
Aquella tarde, la madre de Sofía se fue a visitar a una amiga. En cuanto hubo salido de la casa, Sofía bajó al jardín y se metió en el Callejón, dentro del viejo seto. Allí encontró un paquete grande junto a la caja de galletas. Se apresuró a quitar el papel. ¡En el paquete había una cinta de vídeo! Entró corriendo en casa. ¡Una cinta de vídeo! Eso sí que era algo nuevo. ¿Pero cómo podía saber el filósofo que tenían un vídeo? ¿Y qué habría en esa cinta? Sofía metió la cinta en el aparato, y pronto apareció en la pantalla una gran ciudad. No tardó mucho en comprender que se trataba de Atenas, porque la imagen pronto se centró en la Acrópolis. Sofía había visto muchas fotos de las viejas ruinas. Era una imagen viva. Entre las ruinas de los templos se movían montones de turistas con ropa ligera y cámaras colgadas del cuello. ¿Y no había alguien con un cartel? ¡Allí volvía a aparecer! ¿No ponía «Hilde»? Al cabo de un rato, apareció un primer plano de un señor de mediana edad. Era bastante bajito, tenía una barba bien cuidada, y llevaba una boina azul. Miró a la cámara y dijo:
—Bienvenida a Atenas, Sofía. Seguramente te habrás dado cuenta de que soy Alberto Knox. Si no ha sido así, sólo repito que se sigue sacando al gran conejo blanco del negro sombrero de copa del universo. Nos encontramos en la Acrópolis. La palabra significa «el castillo de la ciudad» o, en realidad, «la ciudad sobre la colina». En esta colina ha vivido gente desde la Edad de Piedra. La razón es, naturalmente, su ubicación tan especial. Era fácil defender este lugar en alto del enemigo. Desde la Acrópolis se tenía, además, buena vista sobre uno de los mejores puertos del Mediterráneo. Conforme Atenas iba creciendo abajo, sobre la llanura, la Acrópolis se iba utilizando como castillo y recinto de templos. En la primera mitad del siglo V a. de C., se libró una cruenta guerra contra los persas, y en el año 480, el rey persa, Jerjes, saqueó Atenas y quemó todos los viejos edificios de madera de la Acrópolis. Al año siguiente, los persas fueron vencidos, y comenzó la Edad de Oro de Atenas, Sofía. La Acrópolis volvió a construirse, más soberbia y más hermosa que nunca, y ya desde entonces únicamente como recinto de templos. Fue justamente en esa época cuando Sócrates anduvo por calles y plazas, conversando con los atenienses. Así, pudo seguir la reconstrucción de la Acrópolis y la construcción de todos esos maravillosos edificios que vemos aquí. ¡Fíjate qué lugar de obras tuvo que ser! Detrás de mí puedes ver el templo más grande. Se llama Partenón, o «Morada de la Virgen», y fue levantado en honor a Atenea, que era la diosa patrona de Atenas. Este gran edificio de mármol no tiene una sola línea recta, pues los cuatro lados tienen todos una suave curvatura. Se hizo así para dar más vida al edificio. Aunque tiene unas dimensiones enormes, no resulta pesado a la vista, debido, como puedes ver, a un engaño óptico. También las columnas se inclinan suavemente hacia dentro, y habrían formado una pirámide de mil quinientos metros si hubieran sido tan altas como para encontrarse en un punto muy por encima del templo. Lo único que había dentro del templo era una estatua de Atenea de doce metros de altura. Debo añadir que el mármol blanco, que estaba pintado de varios colores vivos, se transportaba desde una montaña a dieciséis kilómetros de distancia… Sofía tenía el corazón en la boca. ¿De verdad era su profesor de filosofía el que le hablaba desde la cinta de vídeo? Sólo había podido vislumbrar su silueta una vez en la oscuridad, pero podía muy bien tratarse del mismo hombre que ahora estaba en la Acrópolis. El hombre comenzó a andar por el lateral del templo y la cámara le seguía. Finalmente se acercó al borde de la roca y señaló hacia el paisaje. La cámara enfocó un viejo anfiteatro situado por debajo de la propia meseta de la Acrópolis.
—Aquí ves el antiguo teatro de Dionisos —prosiguió el hombre de la boina—. Se trata probablemente del teatro más antiguo de Europa. Aquí se representaron las obras de los grandes autores de tragedias Esquilo, Sófocles y Eurípides, precisamente en la época de Sócrates. Ya mencioné la tragedia sobre el desdichado rey Edipo. Pues esa tragedia se representó por primera vez aquí. También hacían comedias. El autor de comedias más famoso fue Aristófanes, que, entre otras cosas, escribió una comedia maliciosa sobre el estrafalario Sócrates. En la parte de atrás puedes ver la pared de piedra que servía de fondo a los actores. Esa pared se llamaba skené y ha prestado su nombre a nuestra palabra «escena». Por cierto, la palabra teatro proviene de una antigua palabra griega que significaba «mirar». Pero pronto volveremos a los filósofos, Sofía. Demos la vuelta al Partenón y bajemos por la parte de la fachada. El hombrecillo rodeó el gran templo y a su derecha se veían algunos templos más pequeños. Luego bajó unas escaleras entre altas columnas. Desde la meseta de la Acrópolis subió a un pequeño monte y señaló hacia Atenas. —El monte sobre el que nos encontramos se llama Areópago. Aquí era donde el tribunal supremo de Atenas pronunciaba sus sentencias en casos de asesinato. Muchos siglos más tarde, el apóstol Pablo estuvo aquí hablando de Jesucristo y del cristianismo a los atenienses. Pero a ese discurso ya volveremos más adelante. Abajo, a la izquierda, puedes ver las ruinas de la antigua plaza de Atenas. Excepto el gran templo del dios herrero, Hefesto, sólo quedan ya bloques de mármol. Bajemos… Al instante, volvió a aparecer entre las viejas ruinas. Arriba, en la parte superior de la pantalla de Sofía, se erguía el templo de Atenea sobre la Acrópolis. El profesor de filosofía se había sentado sobre un bloque de mármol. Miró a la cámara y dijo:
—Estamos sentados en las afueras de la antigua plaza de Atenas. ¿Triste, verdad? Me refiero a cómo está hoy. Pero aquí hubo, en alguna época, maravillosos templos, palacios de justicia y otros edificios públicos, comercios, una sala de conciertos e incluso un gran gimnasio. Todo, alrededor de la propia plaza, que era un gran rectángulo… En este pequeño recinto, se pusieron los cimientos de toda la civilización europea. Palabras como «política» y «democracia», «economía» e «historia», «biología» y «física», «matemáticas» y «lógica», «teología» y «filosofía», «ética» y «psicología», «teoría» y «método», «idea» y «sistema», y muchas, muchas más, proceden de un pequeño pueblo que vivía en torno a esta plaza. Por aquí anduvo Sócrates hablando con la gente. Quizás agarrara a algún esclavo que llevaba un cuenco de aceitunas para hacerle, al pobre hombre, preguntas filosóficas. Porque Sócrates opinaba que un esclavo tenía la misma capacidad de razonar que un noble. Tal vez se encontrara en una vehemente disputa con algún ciudadano, o conversara, en voz baja, con su discípulo Platón. Resulta curioso, ¿verdad? Hablamos todavía de filosofía «socrática» o filosofía «platónica», pero es muy distinto ser Platón o Sócrates. Claro que le resultaba curioso a Sofía. Pero le parecía, no obstante, igual de curioso que el filósofo le hablara así, de repente, a través de una cinta de vídeo que había sido llevada a su lugar secreto del jardín por un misterioso perro. El filósofo se levantó del bloque de mármol y dijo en voz muy baja:
—Inicialmente, había pensado dejarlo aquí, Sofía. Quise mostrarte la Acrópolis y las ruinas de la antigua plaza de Atenas. Pero aún no sé si has entendido lo grandiosos que fueron en la Antigüedad los alrededores de este lugar… de modo que siento la tentación… de continuar un poco más. Naturalmente, es del todo inédito, pero confío en que esto quede entre tú y yo. Bueno, de todas formas, bastará con un rápido vistazo. No dijo nada más, y se quedó mirando fijamente a la cámara durante un buen rato. A continuación, apareció en la pantalla una imagen totalmente distinta. De las ruinas se levantaron varios edificios altos. Como por arte de magia, se habían vuelto a reconstruir todas las ruinas. Sobre el horizonte se veía todavía la Acrópolis, pero ahora, tanto la Acrópolis como los edificios de abajo, en la plaza, eran completamente nuevos. Estaban cubiertos de oro, y pintados con colores fuertes. Por la gran plaza se paseaban personas vestidas con túnicas pintorescas. Algunos llevaban espadas, otros llevaban jarras en la cabeza, y uno de ellos llevaba un rollo de papiro bajo el brazo. Ahora Sofía reconoció al profesor de filosofía. Seguía con su boina azul, pero en estos momentos vestía una túnica amarilla, como las demás personas de la imagen. Fue hacia Sofía, miró a la cámara y dijo: —Ya ves, Sofía. Estamos en la Atenas de la Antigüedad. Quería que tú también vinieras, ¿sabes? Estamos en el año 402 a. de C., solamente tres años antes de la muerte de Sócrates. Espero que aprecies esta visita tan exclusiva, pues no creas que fue fácil alquilar una videocámara. Sofía se sentía aturdida. ¿Cómo podía ese hombre misterioso estar, de repente, en la Atenas de hace 2.400 años? ¿Cómo era posible ver una grabación en vídeo de otra época? Naturalmente, Sofía sabía que no había vídeo en la Antigüedad. ¿Podría estar viendo un largometraje? Pero todos los edificios de mármol parecían tan auténticos… Tener que reconstruir toda la antigua plaza de Atenas y toda la Acrópolis sólo para una película resultaría carísimo. Y sería un precio demasiado alto sólo para que Sofía aprendiera algo sobre Atenas. El hombre de la boina la volvió a mirar.
—¿Ves a aquellos dos hombres bajo las arcadas?
Sofía vio a un hombre mayor, con una túnica algo andrajosa. Tenía una barba larga y desarreglada, nariz chata, un par de penetrantes ojos azules y mofletes. A su lado, había un hombre joven y hermoso. —Son Sócrates y su joven discípulo Platón. ¿Lo entiendes, Sofía? Verás, ahora los conocerás personalmente. El profesor de filosofía se acercó a los dos hombres que estaban de pie bajo un alto tejado. Levantó la boina y dijo algo que Sofía no entendió. Seguramente era en griego. Pero, al cabo de un instante, miró directamente a la cámara de nuevo y dijo: —Les he contado que eres noruega y que tienes muchas ganas de conocerlos. Ahora Platón te hará algunas preguntas para que las medites. Pero tenemos que hacerlo antes de que los vigilantes nos descubran. Sofía notó una presión en las sienes, pues ahora se acercaba el joven y miraba directamente a la cámara.
—Bienvenida a Atenas, Sofía —dijo con voz suave. Hablaba con mucho acento—. Me llamo Platón, y te voy a proponer cuatro ejercicios: lo primero, debes pensar en cómo un pastelero puede hacer cincuenta pastas completamente iguales. Luego, puedes preguntarte a ti misma por qué todos los caballos son iguales. Y también debes pensar en si el alma de los seres humanos es inmortal. Finalmente, tendrás que decir si los hombres y las mujeres tienen la misma capacidad de razonar.
¡Suerte!
De repente, había desaparecido la imagen de la pantalla. Sofía intentó adelantar y rebobinar la cinta, pero había visto todo lo que contenía. Sofía procuraba concentrarse y pensar. Pero en cuanto empezaba a pensar en una cosa, le daba por pensar en otra totalmente diferente, mucho antes de haber acabado de desarrollar el primer pensamiento. Hacía tiempo que sabía que el profesor de filosofía era un hombre muy original. Pero a Sofía le parecía que se pasaba con esos métodos de enseñanza que infringían incluso las leyes de la naturaleza. ¿Eran verdaderamente Sócrates y Platón los que había visto en la pantalla? Claro que no, eso era completamente imposible. Pero tampoco habían sido dibujos animados lo que había visto. Sofía sacó la cinta del aparato y se la llevó arriba, a su habitación. Allí la metió en el armario, con todas las piezas del lego. Pronto se tumbó rendida en la cama, y se durmió. Unas horas más tarde, su madre entró en la habitación. La sacudió suavemente y dijo:
—Pero Sofía, ¿qué te pasa?
—¿Eh…?
—¿Te has acostado vestida?
Sofía abrió los ojos a duras penas.
—He estado en Atenas —dijo.
Y no dijo nada más; se dio la vuelta y continuó durmiendo.


Sócrates, Platón, Aristóteles. TP. videos

UNIDAD II SÓCRATES. PLATÓN. ARISTÓTELES.
TRABAJO PRÁCTICO
VER LOS DOS VIDEOS DE “La aventura del pensamiento” de Fernando Savater y responder el cuestionario. Entregar en forma escrita con el siguiente encabezado:
Materia Filosofía
Prof. Sandra Pécora
Alumno:
Curso y Escuela.
1)   ¿Cómo caracteriza Fernando Savater la personalidad y actividad de Sócrates?
2)   ¿Por qué Platón trataba de contagiar a sus conciudadanos los ideales de justicia y respeto a la verdad? ¿qué fundó con ese fin y para quién?
3)   ¿Cómo divide los diálogos de Platón? Explicar cada grupo.
4)   ¿A qué llama Platón “Ideas”? ¿Podemos verlas? ¿Por qué? ¿A dónde pertenecen?
5)   Explica la siguiente frase: “Una vida sin examen no merece ser vivida”.
6)   ¿A qué llama justicia? ¿Cómo la caracteriza?¿En cuáles de sus diálogos habla de ella?
7)   Explica la siguiente afirmación de Popper: “Platón es el padre de los Estados autoritarios”.
8)   ¿Cómo y por qué surgieron los sofistas?¿Cómo los consideraba Platón y por qué? ¿Por qué prefería llamarse filósofo?
9)   ¿Qué era la “Academia”?¿qué se aprendía allí?
10) ¿Cuál es la influencia de Platón? ¿cómo la fundamenta Savater?
11) ¿Quién fue Aristóteles? ¿de quién fue discípulo?¿por qué se separa de la obra de su maestro?
12) ¿Por qué se afirma que Aristóteles es realista? ¿qué es el concepto?¿cómo se produce?
13) ¿Qué es el hombre para Aristóteles?
14) ¿Qué era el “Liceo”? ¿Qué hacía Aristóteles allí? ¿Qué eran los peripatéticos?
15) ¿Cómo dividió a las ciencias? ¿de qué se ocupa cada una?
16) ¿A qué tiene que apuntar la filosofía? ¿por qué lo coloca en lo inmanente?
17) ¿Por qué se puede decir que Aristóteles es un científico? ¿qué es la realidad?
18) ¿qué es el “ser en potencia” y “ser en acto”? ¿qué es el cambio? Explicar sustancia y accidente.
19) ¿Qué es la ética, la virtud y la felicidad? ¿Cómo se relacionan?
20) ¿Qué es la política?
21) ¿Qué es la física? ¿Qué es dios?

miércoles, 18 de abril de 2018

LOS FILÓSOFOS DE LA NATURALEZA

Los filósofos de la naturaleza
… nada puede surgir de la nada…
Cuando su madre volvió del trabajo aquella tarde, Sofía estaba sentada en el balancín del jardín, meditando sobre la posible relación entre el curso de filosofía y esa Hilde Møller Knag que no recibiría ninguna felicitación de su padre en el día de su cumpleaños.
—¡Sofía! —la llamó su madre desde lejos—. ¡Ha llegado una carta para ti!
El corazón le dio un vuelco. Ella misma había recogido el correo, de modo que esa carta tenía que ser del filósofo. ¿Qué le podía decir a su madre? Se levantó lentamente del balancín y se acercó a ella.
—No lleva sello. A lo mejor es una carta de amor.
Sofía cogió la carta.
—¿No la vas a abrir?
¿Qué podía decir?
—¿Has visto alguna vez a alguien abrir sus cartas de amor delante de su madre?
Mejor que pensara que ésa era la explicación. Le daba muchísima vergüenza, porque era muy joven para recibir cartas de amor, pero le daría aún más vergüenza que se supiera que estaba recibiendo un curso completo de filosofía por correspondencia, de un filósofo totalmente desconocido y que incluso jugaba con ella al escondite. Era uno de esos pequeños sobres blancos. En su habitación, Sofía leyó tres nuevas preguntas escritas en la nota dentro del sobre: ¿Existe una materia primaria de la que todo lo demás está hecho? ¿El agua puede convertirse en vino? ¿Cómo pueden la tierra y el agua convertirse en una rana?
A Sofía estas preguntas le parecieron bastante chifladas, pero las estuvo dando vueltas durante toda la tarde. También al día siguiente, en el instituto, volvió a meditar sobre ellas, una por una. ¿Existiría una «materia primaria» de la que estaba hecho todo lo demás? Pero si existiera una «materia» de la que estaba hecho todo el mundo, ¿cómo podía esta materia única convertirse de pronto en una flor o, por qué no, en un elefante? La misma objeción era válida para la pregunta de si el agua podía convertirse en vino. Sofía había oído el relato de Jesús, que convirtió el agua en vino, pero nunca lo había entendido literalmente. Y si Jesús verdaderamente hubiese hecho vino del agua se trataría más bien de un milagro y no de algo que fuera realmente posible. Sofía era consciente de que tanto el vino como casi todo el resto de la naturaleza contiene mucha agua. Pero aunque un pepino contuviera un 95% de agua, tendría que contener también alguna otra cosa para ser precisamente un pepino y no sólo agua. Luego estaba lo de la rana. Le llamaba la atención que su profesor de filosofía se interesara tanto por las ranas. Sofía podía estar de acuerdo en que una rana estuviese compuesta de tierra y agua, pero la tierra no podía estar compuesta entonces por una sola sustancia. Si la tierra estuviera compuesta por muchas materias distintas, podría evidentemente pensarse que tierra y agua conjugadas pudieran convertirse en rana; siempre y cuando la tierra y el agua pasaran por el proceso del huevo de rana y del renacuajo, porque una rana no puede crecer así como así en una huerta, por mucho esmero que ponga el horticultor al regarla.
Al volver del instituto aquel día, Sofía se encontró con otro sobre para ella en el buzón. Se refugió en el Callejón, como lo había hecho los días anteriores. El proyecto de los filósofos ¡Ahí estás de nuevo! Pasemos directamente a la lección de hoy, sin pasar por conejos blancos y cosas así. Te contaré a grandes rasgos cómo han meditado los seres humanos sobre las preguntas filosóficas desde la antigüedad griega hasta hoy. Pero todo llegará a su debido tiempo. Debido a que esos filósofos vivieron en otros tiempos —y quizás en una cultura totalmente diferente a la nuestra— resulta a menudo práctico averiguar cuál fue el proyecto de cada uno. Con ello quiero decir que debemos intentar captar qué es lo que precisamente ese filósofo tiene tanto interés en solucionar. Un filósofo puede interesarse por el origen de las plantas y los animales. Otro puede querer averiguar si existe un dios o si el ser humano tiene un alma inmortal. Cuando logremos extraer cuál es el «proyecto» de un determinado filosófo, resultará más fácil seguir su manera de pensar. Pues un solo filósofo no está obsesionado por todas las preguntas filosóficas. Siempre digo «él», cuando hablo de los filósofos, y eso se debe a que la historia de la filosofía está marcada por los hombres, ya que a la mujer se la ha reprimido como ser pensante debido a su sexo. Es una pena porque, con ello, se ha perdido una serie de experiencias importantes. Hasta nuestro propio siglo, la mujer no ha entrado de lleno en la historia de la filosofía. No te pondré deberes, al menos no complicados ejercicios de matemáticas. En este momento, la conjugación de los verbos ingleses está totalmente fuera del ámbito de mi interés. Pero de vez en cuando, te pondré un pequeño ejercicio de alumno. Si aceptas estas condiciones, podemos ponernos en marcha.
Los filósofos de la naturaleza
A los primeros filósofos de Grecia se les suele llamar «filósofos de la naturaleza» porque, ante todo, se interesaban por la naturaleza y por sus procesos. Ya nos hemos preguntado de dónde procedemos. Muchas personas hoy en día se imaginan más o menos que algo habrá surgido, en algún momento, de la nada. Esta idea no era tan corriente entre los griegos. Por alguna razón daban por sentado que ese «algo» había existido siempre. Vemos, pues, que la gran pregunta no era cómo todo pudo surgir de la nada. Los griegos se preguntaban, más bien, cómo era posible que el agua se convirtiera en peces vivos y la tierra inerte en grandes árboles o en flores de colores encendidos. ¡Por no hablar de cómo un niño puede ser concebido en el seno de su madre! Los filósofos veían con sus propios ojos cómo constantemente ocurrían cambios en la naturaleza. ¿Pero cómo podían ser posibles tales cambios? ¿Cómo podía algo pasar de ser una sustancia para convertirse en algo completamente distinto, en vida, por ejemplo? Los primeros filósofos tenían en común la creencia de que existía una materia primaria, que era el origen de todos los cambios. No resulta fácil saber cómo llegaron a esa conclusión, sólo sabemos que iba surgiendo la idea de que tenía que haber una sola materia primaria que, más o menos, fuese el origen de todos los cambios sucedidos en la naturaleza. Tenía que haber «algo» de lo que todo procedía y a lo que todo volvía. Lo más interesante para nosotros no es saber cuáles fueron las respuestas a las que llegaron esos primeros filósofos, sino qué preguntas se hacían y qué tipo de respuestas buscaban. Nos interesa más el cómo pensaban que precisamente lo que pensaban. Podemos constatar que hacían preguntas sobre cambios visibles en la naturaleza. Intentaron buscar algunas leyes naturales constantes. Querían entender los sucesos de la naturaleza sin tener que recurrir a los mitos tradicionales. Ante todo, intentaron entender los procesos de la naturaleza estudiando la misma naturaleza. ¡Es algo muy distinto a explicar los relámpagos y los truenos, el invierno y la primavera con referencias a sucesos mitológicos! De esta manera, la filosofía se independizó de la religión. Podemos decir que los filósofos de la naturaleza dieron los primeros pasos hacia una manera científica de pensar, desencadenando todas las ciencias naturales posteriores. La mayor parte de lo que dijeron y escribieron los filósofos de la naturaleza se perdió para la posteridad. Lo poco que conocemos lo encontramos en los escritos de Aristóteles, que vivió un par de siglos después de los primeros filósofos. Aristóteles sólo se refiere a los resultados a que llegaron los filósofos que le precedieron, lo que significa que no podemos saber siempre cómo llegaron a sus conclusiones. Pero sabemos suficiente como para constatar que el proyecto de los primeros filósofos griegos abarcaba preguntas en torno a la materia primaria y a los cambios en la naturaleza.
Tres filósofos de Mileto
El primer filósofo del que oímos hablar es Tales, de la colonia de Mileto, en Asia Menor. Viajó mucho por el mundo. Se cuenta de él que midió la altura de una pirámide en Egipto, teniendo en cuenta la sombra de la misma, en el momento en que su propia sombra medía exactamente lo mismo que él. También se dice que supo predecir mediante cálculos matemáticos un eclipse solar en el año 585 antes de Cristo. Tales opinaba que el agua era el origen de todas las cosas. No sabemos exactamente lo que quería decir con eso. Quizás opinara que toda clase de vida tiene su origen en el agua, y que toda clase de vida vuelve a convertirse en agua cuando se disuelve. Estando en Egipto, es muy probable que viera cómo todo crecía en cuanto las aguas del Nilo se retiraban de las regiones de su delta. Quizás también viera cómo, tras la lluvia, iban apareciendo ranas y gusanos. Además, es probable que Tales se preguntara cómo el agua puede convertirse en hielo y vapor, y luego volver a ser agua de nuevo. Al parecer, Tales también dijo que «todo está lleno de dioses». También sobre este particular sólo podemos hacer conjeturas en cuanto a lo que quiso decir. Quizás se refiriese a cómo la tierra negra pudiera ser el origen de todo, desde flores y cereales hasta cucarachas y otros insectos, y se imaginase que la tierra estaba llena de pequeños e invisibles «gérmenes» de vida. De lo que sí podemos estar seguros, al menos, es de que no estaba pensando en los dioses de Homero.
El siguiente filósofo del que se nos habla es de Anaximandro, que también vivió en Mileto. Pensaba que nuestro mundo simplemente es uno de los muchos mundos que nacen y perecen en algo que él llamó «lo Indefinido». No es fácil saber lo que él entendía por «lo Indefinido», pero parece claro que no se imaginaba una sustancia conocida, como Tales. Quizás fuera de la opinión de que aquello de lo que se ha creado todo, precisamente tiene que ser distinto a lo creado. En ese caso, la materia primaria no podía ser algo tan normal como el agua, sino algo «indefinido».
Un tercer filósofo de Mileto fue Anaxímenes (aprox. 570-526 a. de C.) que opinaba que el origen de todo era el aire o la niebla. Es evidente que Anaxímenes había conocido la teoría de Tales sobre el agua. ¿Pero de dónde viene el agua? Anaxímenes opinaba que el agua tenía que ser aire condensado, pues vemos cómo el agua surge del aire cuando llueve. Y cuando el agua se condensa aún más, se convierte en tierra, pensaba él. Quizás había observado cómo la tierra y la arena provenían del hielo que se derretía. Asimismo pensaba que el fuego tenía que ser aire diluido. Según Anaxímenes, tanto la tierra como el agua y el fuego, tenían como origen el aire. No es largo el camino desde la tierra y el agua hasta las plantas en el campo. Quizás pensaba Anaxímenes que para que surgiera vida, tendría que haber tierra, aire, fuego y agua. Pero el punto de partida en sí era «el aire» o «la niebla». Esto significa que compartía con Tales la idea de que tiene que haber una materia primaria, que constituye la base de todos los cambios que suceden en la naturaleza. Nada puede surgir de la nada
Los tres filósofos de Mileto pensaban que tenía que haber una —y quizás sólo una— materia primaria de la que estaba hecho todo lo demás. ¿Pero cómo era posible que una materia se alterara de repente para convertirse en algo completamente distinto? A este problema lo podemos llamar problema del cambio. Desde aproximadamente el año 500 a. de C. vivieron unos filósofos en la colonia griega de Elea en el sur de Italia, y estos eleatos se preocuparon por cuestiones de ese tipo. El más conocido era Parménides (aprox. 510-470 a. de C.). Parménides pensaba que todo lo que hay ha existido siempre, lo que era una idea muy corriente entre los griegos. Daban más o menos por sentado que todo lo que existe en el mundo es eterno. Nada puede surgir de la nada, pensaba Parménides. Y algo que existe, tampoco se puede convertir en nada. Pero Parménides fue más lejos que la mayoría. Pensaba que ningún verdadero cambio era posible. No hay nada que se pueda convertir en algo diferente a lo que es exactamente. Desde luego que Parménides sabía que precisamente la naturaleza muestra cambios constantes. Con los sentidos observaba cómo cambiaban las cosas, pero esto no concordaba con lo que le decía la razón. No obstante, cuando se vio forzado a elegir entre fiarse de sus sentidos o de su razón, optó por la razón. Conocemos la expresión: «Si no lo veo, no lo creo». Pero Parménides no lo creía ni siquiera cuando lo veía. Pensaba que los sentidos nos ofrecen una imagen errónea del mundo, una imagen que no concuerda con la razón de los seres humanos. Como filósofo, consideraba que era su obligación descubrir toda clase de «ilusiones». Esta fuerte fe en la razón humana se llama racionalismo. Un racionalista es el que tiene una gran fe en la razón de las personas como fuente de sus conocimientos sobre el mundo.
Todo fluye
Al mismo tiempo que Parménides, vivió Heráclito (aprox. 540-480 a. de C.) de Éfeso en Asia Menor. Él pensaba que precisamente los cambios constantes eran los rasgos más básicos de la naturaleza. Podríamos decir que Heráclito tenía más fe en lo que le decían sus sentidos que Parménides. «Todo fluye», dijo Heráclito. Todo está en movimiento y nada dura eternamente. Por eso no podemos «descender dos veces al mismo río», pues cuando desciendo al río por segunda vez, ni yo ni el río somos los mismos. Heráclito también señaló el hecho de que el mundo está caracterizado por constantes contradicciones. Si no estuviéramos nunca enfermos, no entenderíamos lo que significa estar sano. Si no tuviéramos nunca hambre, no sabríamos apreciar estar saciados. Si no hubiera nunca guerra, no sabríamos valorar la paz, y si no hubiera nunca invierno, no nos daríamos cuenta de la primavera. Tanto el bien como el mal tienen un lugar necesario en el Todo, decía Heráclito. Y si no hubiera un constante juego entre los contrastes, el mundo dejaría de existir. «Dios es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, hambre y saciedad», decía. Emplea la palabra «Dios», pero es evidente que se refiere a algo muy distinto a los dioses de los que hablaban los mitos. Para Heráclito, Dios —o lo divino— es algo que abarca a todo el mundo. Dios se muestra precisamente en esa naturaleza llena de contradicciones y en constante cambio. En lugar de la palabra «Dios», emplea a menudo la palabra griega logos, que significa razón. Aunque las personas no hemos pensado siempre del mismo modo, ni hemos tenido la misma razón, Heráclito opinaba que tiene que haber una especie de «razón universal» que dirige todo lo que sucede en la naturaleza. Esta «razón universal» —o «ley natural»— es algo común para todos y por la cual todos tienen que guiarse. Y, sin embargo, la mayoría vive según su propia razón, decía Heráclito. No tenía, en general, muy buena opinión de su prójimo. «Las opiniones de la mayor parte de la gente pueden compararse con los juegos infantiles», decía. En medio de todos esos cambios y contradicciones en la naturaleza, Heráclito veía, pues, una unidad o un todo. Este «algo», que era la base de todo, él lo llamaba «Dios» o «logos».
Cuatro elementos
En cierto modo, las ideas de Parménides y Heráclito eran totalmente contrarias. La razón de Parménides le decía que nada puede cambiar. Pero los sentidos de Heráclito decían, con la misma convicción, que en la naturaleza suceden constantemente cambios. ¿Quién de ellos tenía razón? ¿Debemos fiarnos de la razón o de los sentidos? Tanto Parménides como Heráclito dicen dos cosas.
Parménides dice:
a) que nada puede cambiar y
b) que las sensaciones, por lo tanto, no son de fiar.
Por el contrario, Heráclito dice:
a) que todo cambia («todo fluye») y
b) que las sensaciones son de fiar.
¡Difícilmente dos filósofos pueden llegar a estar en mayor desacuerdo! ¿Pero cuál de ellos tenía razón? Empédocles (494-434 a. de C.) de Sicilia sería el que lograra salir de los enredos en los que se había metido la filosofía. Opinaba que, tanto Parménides como Heráclito, tenían razón en una de sus afirmaciones, pero que los dos se equivocaban en una cosa. Empédocles pensaba que el gran desacuerdo se debía a que los filósofos habían dado por sentado que había un solo elemento. De ser así, la diferencia entre lo que dice la razón y lo que «vemos con nuestros propios ojos» sería insuperable. Es evidente que el agua no puede convertirse en un pez o en una mariposa. El agua no puede cambiar. El agua pura sigue siendo agua pura para siempre. De modo que Parménides tenía razón en decir que «nada cambia». Al mismo tiempo, Empédocles le daba la razón a Heráclito en que debemos fiarnos de lo que nos dicen nuestros sentidos. Debemos creer lo que vemos, y vemos, precisamente, cambios constantes en la naturaleza. Empédocles llegó a la conclusión de que lo que había que rechazar era la idea de que hay un solo elemento. Ni el agua ni el aire son capaces, por sí solos, de convertirse en un rosal o en una mariposa, razón por la cual resulta imposible que la naturaleza sólo tenga un elemento. Empédocles pensaba que la naturaleza tiene en total cuatro elementos o «raíces», como él los llama. Llamó a esas cuatro raíces tierra, aire, fuego y agua. Todos los cambios de la naturaleza se deben a que estos cuatro elementos se mezclan y se vuelven a separar, pues todo está compuesto de tierra, aire, fuego y agua, pero en distintas proporciones de mezcla. Cuando muere una flor o un animal, los cuatro elementos vuelven a separarse. Éste es un cambio que podemos observar con los ojos. Pero la tierra y el aire, el fuego y el agua quedan completamente inalterados o intactos con todos esos cambios en los que participan. Es decir, que no es cierto que «todo» cambia. En realidad, no hay nada que cambie. Lo que ocurre es, simplemente, que cuatro elementos diferentes se mezclan y se separan, para luego volver a mezclarse. Podríamos compararlo con un pintor artístico: si tiene sólo un color —por ejemplo el rojo— no puede pintar árboles verdes. Pero si tiene amarillo, rojo, azul y negro, puede obtener hasta cientos de colores, mezclándolos en distintas proporciones. Un ejemplo de cocina demuestra lo mismo. Si sólo tuviera harina, tendría que ser un mago para poder hacer un bizcocho. Pero si tengo huevos y harina, leche y azúcar, entonces puedo hacer un montón de tartas y bizcochos diferentes, con esas cuatro materias primas. No fue por casualidad el que Empédocles pensara que las «raíces» de la naturaleza tuvieran que ser precisamente tierra, aire, fuego y agua. Antes que él, otros filósofos habían intentado mostrar por qué el elemento básico tendría que ser agua, aire o fuego. Tales y Anaxímenes ya habían señalado el agua y el aire como elementos importantes de la naturaleza. Los griegos también pensaban que el fuego era muy importante. Observaban, por ejemplo, la importancia del sol para todo lo vivo de la naturaleza, y, evidentemente, conocían el calor del cuerpo humano y animal. Quizás Empédocles vio cómo ardía un trozo de madera; lo que sucede entonces, es que algo se disuelve. Oímos cómo la madera cruje y gorgotea. Es el agua. Algo se convierte en humo. Es el aire. Vemos ese aire. Algo queda cuando el fuego se apaga. Es la ceniza, o la tierra. Empédocles señala, como hemos visto, que los cambios en la naturaleza se deben a que las cuatro raíces se mezclan y se vuelven a separar. Pero queda algo por explicar. ¿Cuál es la causa por la que los elementos se unen para dar lugar a una nueva vida? ¿Y por qué vuelve a disolverse «la mezcla», por ejemplo, una flor? Empédocles pensaba que tenía que haber dos fuerzas que actuasen en la naturaleza. Las llamó «amor» y «odio». Lo que une las cosas es «el amor», y lo que las separa, es «el odio». Tomemos nota de que el filósofo distingue aquí entre «elemento» y «fuerza». Incluso, hoy en día, la ciencia distingue entre «los elementos» y «las fuerzas de la naturaleza». La ciencia moderna dice que todos los procesos de la naturaleza pueden explicarse como una interacción de los distintos elementos, y unas cuantas fuerzas de la naturaleza. Empédocles también estudió la cuestión de qué es lo que pasa cuando observamos algo con nuestros sentidos. ¿Cómo puedo ver una flor, por ejemplo? ¿Qué sucede entonces? ¿Has pensado en eso, Sofía? ¡Si no, ahora tienes la ocasión! Empédocles pensaba que nuestros ojos estaban formados de tierra, aire, fuego y agua, como todo lo demás en la naturaleza. Y «la tierra» que tengo en mi ojo capta lo que hay de tierra en lo que veo, «el aire» capta lo que es de aire, «el fuego» de los ojos capta lo que es de fuego y «el agua» lo que es de agua. Si el ojo hubiera carecido de uno de los cuatro elementos, yo tampoco hubiera podido ver la naturaleza en su totalidad.
Algo de todo en todo
Otro filósofo que no se contentaba con la teoría de que un solo elemento —por ejemplo el agua— pudiera convertirse en todo lo que vemos en la naturaleza, fue Anaxágoras (500-428 a. de C). Tampoco aceptó la idea de que tierra, aire, fuego o agua pudieran convertirse en sangre y hueso. Anaxágoras opinaba que la naturaleza está hecha de muchas piezas minúsculas, invisibles para el ojo. Todo puede dividirse en algo todavía más pequeño, pero incluso en las piezas más pequeñas, hay algo de todo. Si la piel y el pelo no se han convertido en otra cosa, tiene que haber piel y pelo también en la leche que bebemos, y en la comida que comemos, opinaba él. A lo mejor, un par de ejemplos modernos puedan ilustrar lo que se imaginaba Anaxágoras. Mediante la técnica de láser se pueden, hoy en día, hacer los llamados hologramas. Si el holograma muestra un coche, y este holograma se rompe, veremos una imagen de todo el coche, aunque conservemos solamente la parte del holograma que muestra el parachoques. Eso es porque todo el motivo está presente en cada piececita. De alguna manera, también se puede decir que es así como está hecho nuestro cuerpo. Si separo una célula de la piel de un dedo, el núcleo de esa célula contiene no sólo la receta de cómo es mi piel, sino que en la misma célula también está la receta de mis ojos, del color de mi pelo, de cuántos dedos tengo y de qué aspecto, etc. En cada célula del cuerpo hay una descripción detallada de la composición de todas las demás células del cuerpo. Es decir, que hay «algo de todo» en cada una de las células. El todo está en la parte más minúscula. A esas «partes mínimas» que contienen «algo de todo», Anaxágoras las llamaba «gérmenes» o «semillas». Recordemos que para Empédocles era «el amor» lo que unía las partes en cuerpos enteros. También Anaxágoras se imaginaba una especie de fuerza que «pone orden» y crea animales y humanos, flores y árboles. A esta fuerza la llamó espíritu o entendimiento (nous). Anaxágoras también es interesante por ser el primer filósofo de los de Atenas. Vino de Asia Menor, pero se trasladó a Atenas cuando tenía unos 40 años. En Atenas lo acusaron de ateo y, al final, tuvo que marcharse de la ciudad. Entre otras cosas, había dicho que el sol no era un dios, sino una masa ardiente más grande que la península del Peloponeso. Anaxágoras se interesaba en general por la astronomía. Opinaba que todos los astros estaban hechos de la misma materia que la Tierra. A esta teoría llegó después de haber estudiado un meteorito. Puede ser, decía, que haya personas en otros planetas. También señaló que la luna no lucía por propia fuerza sino que recibe su luz de la Tierra. Explicó, además, el porqué de los eclipses de sol.
P. D. Gracias por tu atención, Sofía. Puede ser que tengas que leer y releer este capítulo antes de que lo entiendas todo. Pero la comprensión tiene necesariamente que costar algún esfuerzo. Seguramente no admirarías mucho a una amiga que entendiera de todo sin que le hubiera costado ningún esfuerzo. La mejor solución a la cuestión de la materia primaria y los cambios de la naturaleza tendrá que esperar hasta mañana. Entonces conocerás a Demócrito. ¡No digo nada más!
Sofía estaba sentada en el Callejón mirando por un pequeño hueco en la maleza. Tenía que poner orden en sus pensamientos, después de todo lo que acababa de leer. Era evidente que el agua normal y corriente no podía convertirse en otra cosa que hielo y vapor. El agua ni siquiera podía convertirse en una pera de agua, porque incluso una pera de agua estaba formada por algo más que agua sola. Pero, si estaba tan segura de ello, sería porque lo había aprendido. ¿Habría podido estar tan segura de que el hielo sólo estaba compuesto de agua si no lo hubiera aprendido? Al menos habría tenido que estudiar muy de cerca cómo el agua se congelaba y el hielo se derretía. Sofía intentó volver a pensar de nuevo con su propia inteligencia, sin utilizar lo que había aprendido de otros. Parménides se había negado a aceptar cualquier forma de cambio. Cuanto más pensaba en ello Sofía, más convencida estaba de que él, de alguna manera, tenía razón. Con su inteligencia, el filósofo no podía aceptar que «algo» de repente se convirtiera en «algo completamente distinto». Había sido muy valiente porque a la vez había tenido que negar todos aquellos cambios en la naturaleza que cualquier ser humano podía observar. Muchos se habrían reído de él. También Empédocles había sido muy hábil utilizando su inteligencia al afirmar que el mundo necesariamente tenía que estar formado por algo más que por un solo elemento originario. De ese modo, se hacían posibles todos los cambios de la naturaleza sin cambiar realmente. Aquel viejo filósofo griego había descubierto todo esto utilizando simplemente su razón. Naturalmente, habría estudiado la naturaleza, pero no tuvo posibilidad de realizar análisis químicos como hace la ciencia hoy en día. Sofía no sabía si tenía mucha fe en que fueran precisamente la tierra, el aire, el fuego y el agua las materias de las que todo estaba hecho. Pero eso no tenía importancia. En principio Empédocles tenía razón. La única posibilidad que tenemos de aceptar todos aquellos cambios que registran nuestros ojos, es introducir más de un solo elemento. A Sofía la filosofía le parecía aún más interesante porque podía seguir los argumentos con su propia razón, sin tener que acordarse de todo lo que había aprendido en el instituto. Llegó a la conclusión de que, en realidad, la filosofía no es algo que se puede aprender, sino que quizás uno pueda aprender a pensar filosóficamente.
Demócrito
… el juguete más genial del mundo…
Sofía cerró la caja de galletas que contenía todas las hojas escritas a máquina que había recibido del desconocido profesor de filosofía. Salió a hurtadillas del Callejón y se quedó un instante mirando al jardín. De repente, se acordó de lo que había pasado la mañana anterior. Su madre había bromeado con la «carta de amor» durante el desayuno. Ahora se apresuró hasta el buzón para evitar que aquello volviera a suceder. Recibir una carta de amor dos días seguidos, daría exactamente el doble de corte que recibir una. ¡De nuevo había allí un pequeño sobre blanco! Sofía comenzó a vislumbrar una especie de sistema en las entregas: cada tarde había encontrado un sobre grande y amarillo en el buzón. Mientras leía la carta grande, el filósofo solía deslizarse hasta el buzón con un sobrecito blanco. Esto significaba que no le resultaría difícil descubrirlo. ¿O descubrirla? Si se colocaba ante la ventana de su cuarto, tendría buena vista sobre el buzón y seguro que llegaría a ver al misterioso filósofo. Porque sobrecitos blancos no surgen por sí mismos así como así. Sofía decidió estar muy atenta al día siguiente. Era viernes y tenía todo el fin de semana por delante. Subió a su habitación y abrió allí el sobre. Esta vez sólo había una pregunta en la nota, pero la pregunta era, si cabe, más loca que aquellas tres que habían venido en la carta de amor. ¿Por qué el lego es el juguete más genial del mundo? En primer lugar, Sofía no estaba segura de estar de acuerdo con que el lego fuese el juguete más genial del mundo, al menos había dejado de jugar con él hacía muchos años. En segundo lugar, no era capaz de entender qué podía tener que ver el lego con la filosofía. Pero era una alumna obediente, y empezó a buscar en el estante superior de su armario. Allí encontró una bolsa de plástico llena de piezas del lego de muchos tamaños y colores. Por primera vez en mucho tiempo, se puso a construir con las pequeñas piezas. Mientras lo hacía, le venían a la mente pensamientos sobre el lego. Resulta fácil construir con las piezas del lego, pensó. Aunque tengan distinta forma y color, todas las piezas pueden ensamblarse con otras. Además son indestructibles. Sofía no recordaba haber visto nunca una pieza del lego rota. De hecho, todas las piezas parecían tan frescas y nuevas como el día, hacía ya muchos años, en que se lo habían regalado. Y sobre todo: con las piezas del lego podía construir cualquier cosa. Y luego podía desmontarlas y construir algo completamente distinto. ¿Qué más se puede pedir? Sofía llegó a la conclusión de que el lego, efectivamente, muy bien podía llamarse el juguete más genial del mundo. Pero seguía sin entender qué tenía que ver con la filosofía. Pronto Sofía construyó una gran casa de muñecas. Apenas se atrevió a confesarse a sí misma que hacía mucho tiempo que no lo había pasado tan bien como ahora. ¿Por qué dejaban las personas de jugar? Cuando la madre llegó a casa y vio lo que Sofía había hecho, se le escapó:
—¡Qué bien que todavía seas capaz de jugar como una niña!
—¡Bah! Estoy trabajando en una complicada investigación filosófica.
Su madre dejó escapar un profundo suspiro. Seguramente estaba pensando en el conejo y en el sombrero de copa. Al volver del instituto al día siguiente, Sofía se encontró con un montón de nuevas hojas en un gran sobre amarillo. Se llevó el sobre a su habitación, y se puso enseguida a leer, aunque al mismo tiempo vigilaría el buzón.
La teoría atómica
Aquí estoy de nuevo, Sofía. Hoy conocerás al último gran filósofo de la naturaleza. Se llamaba Demócrito (aprox. 460- 370 a. de C.) y venía de la ciudad costera de Abdera, al norte del mar Egeo. Si has podido contestar a la pregunta sobre el lego, no te costará mucho esfuerzo entender lo que fue el proyecto de este filósofo. Demócrito estaba de acuerdo con sus predecesores en que los cambios en la naturaleza no se debían a que las cosas realmente «cambiaran». Suponía, por lo tanto, que todo tenía que estar construido por unas piececitas pequeñas e invisibles, cada una de ellas eterna e inalterable. A estas piezas más pequeñas Demócrito las llamó átomos. La palabra «átomo» significa «indivisible». Era importante para Demócrito poder afirmar que eso de lo que todo está hecho no podía dividirse en partes más pequeñas. Si hubiera sido así, no habrían podido servir de ladrillos de construcción. Pues, si los átomos hubieran podido ser limados y partidos en partes cada vez más pequeñas, la naturaleza habría empezado a flotar en una pasta cada vez más líquida. Además, los ladrillos de la naturaleza tenían que ser eternos, pues nada puede surgir de la nada. En este punto, Demócrito estaba de acuerdo con Parménides y los eleáticos. Pensaba, además, que los átomos tenían que ser fijos y macizos, pero no podían ser idénticos entre sí. Si los átomos fueran idénticos, no habríamos podido encontrar ninguna explicación satisfactoria de cómo podían estar compuestos, pudiendo formar de todo, desde amapolas y olivos, hasta piel de cabra y pelo humano. Existe un sinfín de diferentes átomos en la naturaleza, decía Demócrito. Algunos son redondos y lisos, otros son irregulares y torcidos. Precisamente por tener formas diferentes, podían usarse para componer diferentes cuerpos. Pero aunque sean muchísimos y muy diferentes entre sí, son todos eternos, inalterables e indivisibles. Cuando un cuerpo —por ejemplo un árbol o un animal— muere y se desintegra, los átomos se dispersan y pueden utilizarse de nuevo en otro cuerpo. Pues los átomos se mueven en el espacio, pero como tienen entrantes y salientes se acoplan para configurar las cosas que vemos en nuestro entorno. ¿Ya has entendido lo que quise decir con las piezas del lego, verdad? Tienen más o menos las mismas cualidades que Demócrito atribuía a los átomos, y, precisamente por ello, resultan tan buenas para construir. Ante todo son indivisibles. Tienen formas y tamaños diferentes, son macizas e impenetrables. Además, las piezas del lego tienen entrantes y salientes que hacen que las puedas unir para poder formar todas las figuras posibles. Estas conexiones pueden deshacerse para poder dar lugar a nuevos objetos con las mismas piezas. Lo bueno de las piezas del lego es precisamente que se pueden volver a usar una y otra vez. Una pieza del lego puede formar parte de un coche un día, y de un castillo al día siguiente. Además podemos decir que las piezas del lego son «eternas».Niños de hoy en día pueden jugar con las mismas piezas con las que jugaban sus padres. También podemos formar cosas de barro, pero el barro no puede usarse una y otra vez, precisamente porque se puede romper en trozos cada vez más pequeños, y porque esos pequeñísimos trocitos de barro no pueden unirse para formar nuevos objetos. Hoy podemos más o menos afirmar que la teoría atómica de Demócrito era correcta. La naturaleza está, efectivamente, compuesta por diferentes átomos que se unen y que vuelven a separarse. Un átomo de hidrógeno que está asentado dentro de una célula en la punta de mi nariz, perteneció, en alguna ocasión, a la trompa de un elefante. Un átomo de carbono dentro del músculo de mi corazón estuvo una vez en el rabo de un dinosaurio. En nuestros días, la ciencia ha descubierto que los átomos pueden dividirse en «partículas elementales». A estas partículas elementales las llamamos protones, neutrones y electrones. Quizás esas partículas puedan dividirse en partes aún más pequeñas. No obstante, los físicos están de acuerdo en que tiene que haber un límite. Tiene que haber unas partes mínimas de las que esté hecho el mundo. Demócrito no tuvo acceso a los aparatos electrónicos de nuestra época. Su único instrumento de verdad fue su inteligencia. Y su inteligencia no le ofreció ninguna elección. Si de entrada aceptamos que nada cambia, que nada surge de la nada y que nada desaparece, entonces la naturaleza ha de estar compuesta necesariamente por unos minúsculos ladrillos que se juntan, y que se vuelven a separar. Demócrito no contaba con ninguna «fuerza» o «espíritu» que interviniera en los procesos de la naturaleza. Lo único que existe son los átomos y el espacio vacío, pensaba. Ya que no creía en nada más que en lo material, le llamamos materialista. No existe ninguna «intención» determinada detrás de los movimientos de los átomos. En la naturaleza todo ocurre mecánicamente. Eso no significa que todo lo que ocurre sea «casual», pues todo sigue las leyes inquebrantables de la naturaleza. Demócrito pensaba que había una causa natural en todo lo que ocurre, una causa que se encuentra en las cosas mismas. En una ocasión dijo que preferiría descubrir una ley de la naturaleza a convertirse en rey de Persia. La teoría atómica también explica nuestras sensaciones, pensaba Demócrito. Cuando captamos algo con nuestros sentidos, se debe a los movimientos de los átomos en el espacio vacío. Cuando vemos la luna, es porque los «átomos de la luna» alcanzan mi ojo. ¿Y qué pasa con la conciencia? ¿No podrá estar formada por átomos, es decir, por «cosas» materiales? Pues sí, Demócrito se imaginaba que el alma estaba formada por unos «átomos del alma» especialmente redondos y lisos. Al morir una persona, los átomos del alma se dispersan hacia todas partes. Luego, pueden entrar en otra alma en proceso de creación. Eso significa que el ser humano no tiene un alma inmortal. Mucha gente comparte también, hoy en día, este pensamiento. Opinan, como Demócrito, que «el alma» está conectada al cerebro y que no podemos tener ninguna especie de conciencia cuando el cerebro se haya desintegrado. Demócrito puso temporalmente fin a la filosofía griega de la naturaleza. Estaba de acuerdo con Heráclito en que todo en la naturaleza «fluye». Las formas van y vienen. Pero detrás de todo lo que fluye, se encuentran algunas cosas eternas e inalterables que no fluyen. A estas cosas es a lo que Demócrito llamó átomos. Mientras leía, Sofía miraba por la ventana para ver si aparecía junto al buzón el misterioso autor de las cartas. Se quedó mirando a la calle fijamente, pensando en lo que acababa de leer. Le pareció que Demócrito había razonado de un modo muy sencillo y, sin embargo, muy astuto. Había encontrado la solución al problema de la «materia primaria» y del «cambio». Este problema era tan complicado que los filósofos lo habían meditado durante varias generaciones. Pero al final, Demócrito había solucionado todo el problema utilizando simplemente su inteligencia. Sofía estaba a punto de echarse a reír. Tenía que ser verdad que la naturaleza estaba hecha de piececitas que nunca cambian. Al mismo tiempo, Heráclito había tenido razón al afirmar que todas las formas de la naturaleza «fluyen», pues todos los humanos y todos los animales mueren, e incluso una cordillera de montañas se va desintegrando lentísimamente, y lo cierto es que también la cordillera está compuesta por unas cositas indivisibles que nunca se rompen. Al mismo tiempo, Demócrito se había hecho nuevas preguntas. Había dicho, por ejemplo, que todo sucede mecánicamente. No aceptó ninguna fuerza espiritual en la naturaleza, como Empédocles y Anaxágoras. Además, Demócrito pensaba que el ser humano carece de alma inmortal. ¿Podía estar totalmente segura de que esto era correcto? No estaba del todo segura. Pero, claro, se encontraba muy al principio del curso de filosofía.
El destino
… el adivino intenta interpretar algo que en realidad no está nada claro…
Sofía había estado vigilando la puerta de la verja del jardín, mientras leía sobre Demócrito. Para asegurarse, decidió, no obstante, darse una vuelta por la puerta. Al abrir la puerta exterior descubrió un sobrecito blanco fuera en la escalera. Y en el sobre ponía «Sofía Amundsen». ¡De modo que la había engañado! Justo ese día, cuando con tanto celo había vigilado el buzón, el filósofo misterioso se había acercado a la casa a escondidas desde otro lado y simplemente había puesto la carta sobre la escalera, antes de darse a la fuga otra vez. ¡Demonios! ¿Cómo podía saber que Sofía iba a estar vigilando el buzón justamente ese día? ¿La habrían visto él, o ella, en la ventana? Al menos se alegraba de haber salvado el sobre antes de que su madre llegara a casa. Sofía volvió a su cuarto y abrió allí la carta. El sobre blanco estaba un poco mojado por los bordes; además, tenía un par de profundos cortes. ¿Por qué? No había llovido en varios días. En la notita ponía:
¿Crees en el destino? ¿Son las enfermedades un castigo divino? ¿Cuáles son las fuerzas que dirigen la marcha de la historia? ¿Que si creía en el destino? No estaba muy segura. Pero conocía a mucha gente que sí creía. Varias amigas de clase, por ejemplo, leían sus horóscopos en las revistas. Si creían en la astrología, también creerían en el destino, ya que los astrólogos pensaban que la situación de las estrellas en el firmamento podía decir algo sobre la vida de las personas en la Tierra. Si se creía que un gato negro que cruzaba el camino significaba mala suerte, entonces también se creería en el destino, pensaba Sofía. Cuanto más pensaba en ello, más ejemplos le salían de la fe en el destino. ¿Por qué se decía «toca madera» por ejemplo? ¿Y por qué martes trece era una día de mala suerte? Sofía había oído decir que muchos hoteles se saltaban el número trece para las habitaciones. Se debería a que, a fin de cuentas, había muchas personas supersticiosas. «Superstición», por cierto, ¿no era una palabra extraña? Si creías en el cristianismo o en el islam se llamaba «fe», pero si creías en astrología o en martes y trece, entonces se convertía en seguida en «superstición». ¿Quién tenía derecho a llamar «superstición» a la fe de otras personas? Por lo menos, Sofía estaba segura de una cosa: Demócrito no había creído en el destino. Era materialista. Sólo había creído en los átomos y en el espacio vacío. Sofía intentó pensar en las otras preguntas de la notita. «¿Son las enfermedades un castigo divino?» Nadie creería eso hoy en día. Pero de repente se acordó de que mucha gente pensaba que rezar a Dios ayudaba a curarse, así que creerían que Dios tenía algo que ver en la cuestión de quién estaba sano y quién estaba enfermo. La última pregunta le resultaba más difícil. Sofía jamás había pensado en qué era lo que dirigía el curso de la historia. ¿Serían las personas, no? Si fuera Dios o el destino, las personas no podrían tener libre albedrío. El tema del libre albedrío le hizo pensar en otra cosa. ¿Por qué iba a tolerar que ese misterioso filósofo jugara con ella al escondite? ¿Por qué no podía ella escribirle una carta al filósofo? Seguro que él, o ella, dejaría un nuevo sobre grande en el buzón en el transcurso de la noche, o en algún momento de la mañana siguiente. Entonces, ella dejaría una carta para el profesor de filosofía. Sofía se puso en marcha. Le resultaba muy difícil escribir a alguien a quien jamás había visto. Ni siquiera sabía si era un hombre o una mujer. Tampoco si era joven o viejo. Por lo que sabía, incluso podría tratarse de una persona a la que ella conocía. En poco tiempo había redactado una pequeña carta: Muy respetado filósofo: En esta casa se aprecia con sumo agrado su generoso curso de filosofía por correspondencia. Pero molesta no saber quién es usted. Le rogamos por tanto presentarse con nombre completo. A cambio será invitado a entrar a tomar una taza de café con nosotros, pero, si puede ser, cuando mi madre no esté en casa. Ella trabaja todos los días de 7.30 a 17.00 horas de lunes a viernes. Yo soy estudiante, y tengo un mismo horario, pero, excepto los jueves, siempre estoy en casa a partir de las dos y cuarto. Además, el café me sale muy bueno. Le doy las gracias por anticipado. Saludos de su atenta alumna, Sofía Amundsen, 14 años. En la parte inferior de la hoja escribió: «Se ruega contestación». A Sofía le pareció que la carta era demasiado formal. Pero no era fácil elegir las palabras cuando se escribía a una persona sin rostro. Metió la hoja en un sobre de color rosa y lo cerró. Por fuera escribió: «Al filósofo». El problema era cómo sacarlo fuera sin que su madre lo viera. Al mismo tiempo, tendría que mirar el buzón temprano a la mañana siguiente, antes de que llegara el periódico. Si no llegaba ningún envío durante la noche, tendría que volver a recoger el sobre de color rosa. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado? Aquella noche, Sofía subió pronto a su habitación a pesar de que era viernes. Su madre intentó tentarla con una pizza y una película policiaca, pero dijo que estaba cansada y que quería leer en la cama. Mientras su madre estaba sentada mirando fijamente a la pantalla del televisor, Sofía bajó a hurtadillas a llevar la carta al buzón. Al parecer, su madre estaba un poco preocupada. Desde que surgió aquello del conejo grande y el sombrero de copa, hablaba con Sofía de una manera completamente distinta a la de antes. Sofía no quería preocuparla, pero ahora tenía que subir a la habitación para vigilar el buzón. Cuando su madre subió, sobre las once, estaba sentada delante de la ventana mirando a la calle.
—¿No estarás sentada mirando al buzón? —preguntó.
—Miro lo que me da la gana.
—Creo que estás enamorada de verdad, Sofía. Pero si llega con una nueva carta, no lo hará en medio de la noche.
¡Qué asco! Sofía no aguantaba esa tontería del enamoramiento. Pero habría que dejar que su madre creyera que su estado
de ánimo se debía a algo así. Su madre prosiguió:
—¿Él fue el que dijo aquello del conejo y el sombrero de copa?
Sofía asintió con la cabeza.
—¿No es… no consume droga, verdad?
Ahora Sofía sentía verdadera lástima por su madre. No podía permitir que se preocupara tanto por una cosa así. Por otra parte, era bastante tonto pensar que las ideas divertidas tuvieran que ver con las drogas. Los mayores son un poco tontos a veces. Se volvió y dijo: —Mamá, te prometo aquí y ahora que jamás probaré algo así… y él tampoco consume drogas. Pero le interesa bastante la filosofía.
—¿Es mayor que tú?
Sofía dijo que no con la cabeza.
—¿De la misma edad?
Dijo que sí.
—¿Y le interesa la filosofía?
Volvió a decir que sí.
—Seguro que es majísimo, cariño. Y ahora, creo que debes dormir.
Pero Sofía se quedó durante horas mirando al camino. Sobre la una, tenía tanto sueño que los ojos se le iban cerrando. Estuvo a punto de acostarse, pero de repente vislumbró una sombra que salía del bosque. La oscuridad era casi total, pero había luz suficiente para poder distinguir la silueta de una persona. Era un hombre, y a Sofía le parecía bastante mayor. ¡Por lo menos, no era de su misma edad! En la cabeza llevaba una boina o algo parecido. Miró una vez hacia la casa, pero Sofía no tenía ninguna luz encendida. El hombre se fue derecho al buzón y dejó caer dentro un sobre grande. En el momento de soltar el sobre, descubrió la carta de Sofía. Metió la mano en el buzón y sacó la carta. Al cabo de un instante, estaba ya otra vez en el bosque. Se fue corriendo hacia el sendero y desapareció. Sofía notaba cómo le latía el corazón. Lo que más hubiera deseado era salir corriendo tras él. Aunque pensándolo bien, no podía hacer eso, no se atrevía a ir corriendo tras una persona desconocida en plena noche. Pero tenía que salir a recoger el sobre, eso sí que no lo dudaba. Al cabo de un rato, bajó la escalera a hurtadillas, abrió cuidadosamente la puerta de la calle con la llave y se fue hasta el buzón. Pronto estaba de vuelta en su habitación, con el gran sobre en la mano. Se sentó sobre la cama conteniendo el aliento. Pasaron un par de minutos y no se oía ningún ruido en toda la casa. Entonces abrió la carta y comenzó a leer. Era evidente que no recibiría ninguna contestación a su carta hasta el día siguiente.