El destino
¡Buenos días de nuevo, querida Sofía! Déjame decirte, de una
vez por todas, que jamás debes intentar espiarme. Ya nos conoceremos en persona
algún día, pero seré yo quien decida la hora y el lugar. ¿No vas a
desobedecerme, verdad? Volvamos a los filósofos. Hemos visto cómo buscan
explicaciones naturales a los cambios que tienen lugar en la naturaleza.
Anteriormente, esas cuestiones se explicaban mediante los mitos. Pero también
en otros campos hubo que despejar el camino de viejas supersticiones. Lo vemos
en lo que se refiere a estar enfermo y estar sano, y en lo que se refiere a los
acontecimientos políticos. En ambos campos, los griegos tuvieron una gran fe en
el destino. Por fe en el destino se entiende la fe en que está determinado, de
antemano, todo lo que va a suceder. Esta idea la podemos encontrar en todo el
mundo, en el momento presente, y a través de toda la historia. En los países
nórdicos existe una gran fe en «el destino», tal como aparece en las antiguas
sagas islandesas. Tanto entre los griegos como en otras partes del mundo, nos
encontramos con la idea de que los seres humanos pueden llegar a conocer el
destino a través de diferentes formas de oráculo, lo que significa que el
destino de una persona, o de un estado, puede ser interpretado de varios modos.
Todavía hay muchas personas que creen en leer las cartas, leer las manos o
interpretar las estrellas. Una variante típicamente noruega es la adivinación
mediante los posos del café. Al vaciarse la taza de café, suelen quedar algunos
posos en el fondo. Esos posos pueden formar un determinado dibujo o imagen
—sobre todo, si añadimos un poco de imaginación—. Si los posos tienen la forma
de un coche, significa que la persona que haya bebido de la taza quizás vaya a
hacer un viaje en coche. Vemos que el «adivino» intenta interpretar algo que en
realidad no está nada claro. Esto es muy típico de todo arte adivinatorio. Y
precisamente porque aquello que se «adivina» es tan poco claro, no resulta
tampoco muy fácil contradecir al adivino. Cuando miramos el cielo estrellado,
vemos un verdadero caos de puntitos brillantes. Y, sin embargo, ha habido
muchas personas, a través de los tiempos, que han creído que las estrellas
pueden decirnos algo sobre nuestra vida en la Tierra. Incluso hoy en día, hay
dirigentes políticos que consultan a un astrólogo antes de tomar una decisión
importante.
El oráculo de Delfos
Los griegos pensaban que los seres humanos podían enterarse
de su destino a través del famoso oráculo de Delfos. El dios Apolo era el dios
del oráculo. Hablaba a través de la sacerdotisa Pitia, que estaba sentada en
una silla sobre una grieta de la Tierra. De esta grieta subían unos gases
narcóticos que la embriagaban, circunstancia indispensable para que pudiera ser
la voz de Apolo. Al llegar a Delfos, uno entregaba primero su pregunta a los
sacerdotes, quienes, a su vez, se la daban a Pitia. Ella emitía una
contestación tan incomprensible o ambigua que hacía falta que los sacerdotes
interpretaran la respuesta a la persona que había entregado la pregunta. Así
los griegos podían aprovecharse de la sabiduría de Apolo, ya que creían que
Apolo sabía todo sobre el pasado y el futuro. Muchos jefes de Estado no se
atrevían a declarar la guerra, o a tomar otras decisiones importantes, antes de
haber consultado el oráculo de Delfos. Así pues, los sacerdotes de Apolo
funcionaban prácticamente como una especie de diplomáticos y asesores, con muy
amplios conocimientos sobre gentes y países .Encima del templo de Delfos había
una famosa inscripción: ¡CONÓCETE A TI MISMO!, que significaba que el ser humano
nunca debe pensar que es algo más que un ser humano, y que ningún ser humano
puede escapar a su destino. Entre los
griegos se contaban muchas historias sobre personas que habían sido alcanzadas
por su destino. Con el tiempo, se escribieron una serie de obras de teatro,
tragedias, sobre esas personas «trágicas». El ejemplo más famoso es la historia
del rey Edipo.
Ciencia de la historia y ciencia de la medicina
El destino no sólo determinaba la vida del individuo. Los
griegos también creían que el curso mismo del mundo estaba dirigido por el
destino. Opinaban que el resultado de una guerra podía deberse a la
intervención de los dioses. También hoy en día hay muchos que creen que Dios u
otras fuerzas misteriosas dirigen el curso de la historia. Pero justo a la vez
que los filósofos griegos intentaban buscar explicaciones naturales a los
procesos de la naturaleza, iba formándose una ciencia de la historia que
intentaba encontrar causas naturales a su desarrollo. El que un Estado perdiera
una guerra, no se explicaba ya como una venganza de los dioses. Los
historiadores griegos más famosos fueron Heródoto (484- 424 a. de C.) y
Tucídides (460-400). Los griegos también creían que las enfermedades podían
deberse a la intervención divina. Las enfermedades contagiosas se
interpretaban, a menudo, como un castigo de los dioses. Por otra parte, los
dioses podían volver a curar a las personas, si se les ofrecían sacrificios. Esto
no es, en modo alguno, exclusivo de los griegos. Antes del nacimiento de la
moderna ciencia de la medicina, en tiempos recientes, lo más normal era pensar
que las enfermedades tenían causas sobrenaturales. Por ejemplo, la palabra «influenza»[1]
significa en realidad que uno se encuentra bajo una mala «influencia» de las
estrellas. Incluso hoy en día, hay muchas personas en el mundo entero que creen
que algunas enfermedades —el SIDA, por ejemplo
— son un castigo de Dios. Muchos piensan, además, que un
enfermo puede ser curado de un modo sobrenatural. Precisamente en la época en
que los filósofos griegos iniciaron una nueva manera de pensar, surgió una
ciencia griega de la medicina que intentaba encontrar explicaciones naturales a
las enfermedades y al estado de salud. Se dice que Hipócrates, que nació en Cos
hacia el año 460 a. de C., fue el fundador de la ciencia griega de la medicina.
La protección más importante contra la enfermedad era, según la tradición
médica hipocrática, la moderación y una vida sana. Lo natural en una persona es
estar sana. Cuando surge una enfermedad, es porque la naturaleza ha
«descarrilado» a causa de un desequilibrio físico o psíquico. La receta para
estar sano era la moderación, la armonía y «una mente sana en un cuerpo sano». Hoy
en día se habla constantemente de la «ética médica», con lo que se quiere decir
que, el médico, está obligado a ejercer su profesión médica según ciertas
reglas éticas. Un médico no puede, por ejemplo, extender recetas de
estupefacientes a personas sanas. Un médico tiene también que guardar el
secreto profesional. Esto significa que no tiene derecho a contar a otras
personas algo que un paciente le haya dicho sobre su enfermedad. Estas reglas
tienen sus raíces en Hipócrates, que exigió a sus discípulos que prestasen el
siguiente juramento: Utilizaré el tratamiento para ayudar a los enfermos según
mi capacidad y juicio, pero nunca con la intención de causar daño o dolor. A
nadie daré veneno aunque me lo pida o me lo sugiera, tampoco daré abortivos a
ninguna mujer con el fin de evitar un embarazo. Consideraré sagrados mi vida y
mi arte. No utilizaré el cuchillo, ni siquiera en aquellos que sufren
indescriptiblemente, dejándoselo hacer a los que se ocupan de ello. Cuando
entre en la morada de un enfermo, lo haré siempre en beneficio suyo; me
abstendré de toda acción injusta y de abusar del cuerpo de hombres o mujeres,
libres o esclavos. De todo cuanto vea y oiga en el ejercicio de mi profesión y
aun fuera de ella callaré cuantas cosas sea necesario que no se divulguen,
considerando la discreción como un deber. Si cumplo fielmente este juramento,
que me sea otorgado gozar felizmente de la vida y de mi arte y ser honrado
siempre entre los hombres. Si lo violo y me hago perjuro, que me ocurra lo
contrario. Sofía se sentó en la cama de un salto, cuando se despertó el sábado
por la mañana. ¿Había sido un sueño o había visto de verdad al filósofo? Tocó
con el brazo el suelo bajo la cama. Pues sí, allí estaba la carta que había
llegado por la noche. Sofía se acordó de todo lo que había leído sobre la fe de
los griegos en el destino. Entonces, no había sido sólo un sueño. ¡Claro que
había visto al filósofo! Y más que eso, había visto con sus propios ojos que se
había llevado la carta que ella le había escrito. Sofía salió de la cama y miró
debajo. Sacó de allí todas las hojas escritas a máquina. ¿Pero qué era aquello?
Al fondo del todo, junto a la pared, había algo rojo. ¿Podía ser una bufanda? Sofía
se deslizó debajo de la cama y recogió un pañuelo rojo de seda. Sólo estaba
segura de una cosa: nunca había sido suyo. Empezó a examinar el pañuelo
minuciosamente y dio un pequeño grito cuando vio unas letras escritas con una
pluma negra a lo largo de la costura. «HILDE», ponía. ¡Hilde! ¿Pero quién era
Hilde? ¿Cómo podía ser que sus caminos se hubieran cruzado de esa manera?
Sócrates
… más sabia es la que sabe lo que no sabe…
Sofía se puso un vestido de verano y bajó a la cocina. Su
madre estaba inclinada sobre la encimera. Decidió no decirle nada sobre el
pañuelo de seda.
—¿Has recogido el periódico? —se le escapó a Sofía.
La madre se volvió hacia ella.
—¿Me haces el favor de recogerlo tú?
Sofía se fue corriendo al jardín y se inclinó sobre el buzón
verde. Solamente un periódico. Era pronto para esperar respuesta a su carta. En
la portada del periódico leyó unas líneas sobre los cascos azules de las
Naciones Unidas en el Líbano. Los cascos azules… ¿No era lo que ponía en el
sello de la postal del padre de Hilde? Pero llevaba sellos noruegos. A lo mejor
los cascos azules de las Naciones Unidas llevaban consigo su propia oficina de
correos. Cuando su madre hubo terminado en la cocina, le dijo a Sofía medio en
broma:
—Vaya, sí que te interesa el periódico.
Afortunadamente no dijo nada más sobre buzones y cosas por el
estilo, ni durante el desayuno ni más tarde, en el transcurso del día. Cuando
se fue a hacer la compra, Sofía cogió la carta sobre la fe en el destino y se
la llevó al Callejón. El corazón le dio un vuelco cuando de repente vio un
sobrecito blanco junto a la caja que contenía las cartas del profesor de
filosofía. Sofía estaba segura de que no la había dejado allí. También este
sobre estaba como mojado por los bordes, y tenía, exactamente como el anterior,
un par de profundas incisiones. ¿Había estado ahí el profesor de filosofía?
¿Conocía su escondite más secreto? ¿Pero por qué estaban mojados los sobres? Sofía
daba vueltas a todas esas preguntas. Abrió el sobre y leyó la nota.
Querida Sofía. He leído tu carta con gran interés, y también
con un poco de pesar, ya que tendré que desilusionarte respecto a lo de las
visitas para tomar café y esas cosas. Un día nos conoceremos, pero pasará
bastante tiempo hasta que pueda aparecer por tu calle. Además, debo añadir que
a partir de ahora no podré llevarte las cartas personalmente. A la larga, sería
demasiado arriesgado. A partir de ahora, mi pequeño mensajero te las llevará, y
las depositará directamente en el lugar secreto del jardín. Puedes seguir
poniéndote en contacto conmigo cuando sientas necesidad de ello. En ese caso,
tendrás que poner un sobre de color rosa con una galletita dulce o un terrón de
azúcar dentro. Cuando mi mensajero descubra una carta así, me traerá el correo.
P. D. No es muy agradable tener que rechazar tu invitación a tomar café, pero a
veces resulta totalmente necesario. P. D. P. S. Si encontraras un pañuelo rojo
de seda, ruego lo guardes bien. De vez en cuando, objetos de este tipo se cambian
por error en colegios y lugares así, y ésta es una escuela de filosofía. Saludos,
Alberto Knox.
Sofía tenía catorce años y en el transcurso de su vida había
recibido unas cuantas cartas, por Navidad, su cumpleaños y fechas parecidas.
Pero esta carta era la más curiosa que había recibido jamás. No llevaba ningún
sello. Ni siquiera había sido metida en el buzón. Esta carta había sido llevada
directamente al lugar secretísimo de Sofía dentro del viejo seto. También
resultaba curioso que la carta se hubiera mojado en ese día primaveral tan seco.
Lo más raro de todo era, desde luego, el pañuelo de seda. El profesor de
filosofía también tenía otro alumno. ¡Vale! Y ese otro alumno había perdido un
pañuelo rojo de seda. ¡Vale! ¿Pero cómo había podido perder el pañuelo debajo
de la cama de Sofía?Y Alberto Knox… ¿No era ése un nombre muy extraño? Con esta
carta se confirmaba, al menos, que existía una conexión entre el profesor de
filosofía y Hilde Møller Knag. Pero lo que resultaba completamente
incomprensible era que también el padre de Hilde hubiera confundido las
direcciones. Sofía se quedó sentada un largo rato meditando sobre la relación
que pudiese haber entre Hilde y ella. Al final, suspiró resignada. El profesor
de filosofía había escrito que un día le conocería. ¿Conocería a Hilde también?
Dio la vuelta a la hoja y descubrió que había también algunas frases escritas
al dorso: ¿Existe un pudor natural? Más sabia es la que sabe lo que no sabe. La
verdadera comprensión viene de dentro. Quien sabe lo que es correcto también
hará lo correcto. Sofía comprendió que las frases cortas que venían en el sobre
blanco la iban a preparar para el próximo sobre grande que llegaría muy poco
tiempo después. Se le ocurrió una cosa: si «el mensajero» iba a depositar el
sobre ahí, en el Callejón, podía simplemente ponerse a esperarle. ¿O sería
«ella»? ¡En ese caso se agarraría a esa persona hasta que él o ella le contara algo
más del filósofo! En la carta ponía, además, que el mensajero era pequeño. ¿Se
trataría de un niño?
«¿Existe un pudor natural?»
Sofía sabía que «pudor» era una palabra anticuada que
significaba «timidez»; por ejemplo, sentir pudor por que alguien te vea
desnudo. ¿Pero era en realidad natural sentirse intimidado por ello? Decir que
algo es natural, significa que es algo aplicable a la mayoría de las personas.
Pero en muchas partes del mundo, era natural ir desnudo. ¿Entonces, era la
sociedad la que decidía lo que se podía y lo que no se podía hacer? Cuando la
abuela era joven, por ejemplo, no se podía tomar el sol en top-less. Pero, hoy
en día, la mayoría opinaba que era algo natural; aunque en muchos países sigue
estando terminantemente prohibido. Sofía se rascó la cabeza. ¿Era esto
filosofía? Y luego la siguiente frase: «Más sabia es la que sabe lo que no
sabe». ¿Más sabia que quién? Si lo que quería decir el filósofo era que, una
que era consciente de que no sabía todo, era más sabia que una que sabía igual
de poco, pero que, sin embargo, se imaginaba saber un montón, entonces no
resultaba difícil estar de acuerdo. Sofía nunca había pensado en esto antes.
Pero cuanto más pensaba en ello, más claro le parecía que el saber lo que uno
no sabe, también es, en realidad, una forma de saber. No aguantaba a esa gente
tan segura de saber un montón de cosas de las que no tenía ni idea. Y luego eso
de que los verdaderos conocimientos vienen de dentro. ¿Pero no vienen en algún
momento todos los conocimientos desde fuera, antes de entrar en la cabeza de la
gente? Por otra parte, Sofía se acordaba de situaciones en las que su madre o
los profesores le habían intentado enseñar algo que ella había sido reacia a aprender.
Cuando verdaderamente había aprendido algo, de alguna manera, ella había contribuido
con algo. Cuando de repente había entendido algo, eso era quizás a lo que se
llamaba «comprensión». Pues sí, Sofía opinaba que se había defendido bastante
bien en los primeros ejercicios. Pero la siguiente afirmación era tan extraña
que simplemente se echó a reír: «Quien sepa lo que es correcto también hará lo
correcto». ¿Significaba eso que cuando un ladrón robaba un banco lo hacía
porque no sabía que no era correcto? Sofía no lo creía. Al contrario, pensaba
que niños y adultos eran capaces de hacer muchas tonterías, de las que a lo
mejor se arrepentían más tarde, y que precisamente lo hacían a pesar de saber
que no estaba bien lo que hacían. Mientras meditaba sobre esto, oyó crujir unas
hojas secas al otro lado del seto que daba al gran bosque. ¿Sería acaso el mensajero?
Sofía tuvo la sensación de que su corazón daba un salto. Pero aún tuvo más miedo
al oír que lo que se acercaba respiraba como un animal. De repente vio un gran
perro que había conseguido meterse en el Callejón desde el bosque. Tenía que
ser un labrador. En la boca llevaba un sobre amarillo grande, que soltó
justamente delante de las rodillas de Sofía. Todo sucedió con tanta rapidez que
Sofía no tuvo tiempo de reaccionar. En unos instantes tuvo el sobre en la mano,
pero el perro se había esfumado. Cuando todo hubo pasado, reaccionó. Puso las
manos sobre las piernas y empezó a llorar. No sabía cuánto tiempo había
permanecido así, pero al cabo de un rato volvió a levantar la vista. ¡Conque
ése era el mensajero! Sofía respiró aliviada. Ésa era la razón por la que los
sobres blancos siempre estaban mojados por los bordes. Y ahora resultaba
evidente por qué tenían como incisiones en el papel. ¿Cómo no se le había ocurrido?
Además, ahora tenía cierta lógica la orden de meter una galleta dulce o un
terrón de azúcar en el sobre que ella mandara al filósofo. No pensaba siempre
tan rápidamente como le hubiera gustado. No obstante, era indiscutible que
tener a un perro bien enseñado como «mensajero» era algo bastante insólito. Al
menos podía abandonar la idea de obligar al mensajero a revelar dónde se
encontraba Alberto Knox. Sofía abrió el voluminoso sobre y se puso a leer.
La filosofía en Atenas
Querida Sofía: Cuando leas esto, ya habrás conocido
probablemente a Hermes. Para que no quepa ninguna duda, debo añadir que es un
perro. Pero eso no te debe preocupar. Él es muy bueno, y además mucho más inteligente
que muchas personas. O, por lo menos, no pretende ser más inteligente de lo que
es. También debes tomar nota de que su nombre no ha sido elegido totalmente al
azar. Hermes era el mensajero de los dioses griegos. También era el dios de los
navegantes, pero eso no nos concierne a nosotros, al menos no por ahora. Lo que
es más importante es que Hermes también ha dado nombre a la palabra «hermético»,
que significa oculto o inaccesible. Va muy bien con la manera en que Hermes nos
mantiene a los dos, ocultos el uno al otro. Con esto he presentado al
mensajero. Obedece, como es natural, a su nombre, y es, en general, bastante
bien educado. Volvamos a la filosofía. Ya hemos concluido la primera parte; es
decir, la filosofía de la naturaleza, la ruptura con la concepción mítica del
mundo. Ahora vamos a conocer a los tres filósofos más grandes de la Antigüedad.
Se llaman Sócrates , Platón y Aristóteles. Estos tres filósofos dejaron, cada
uno a su manera, sus huellas en la civilización europea. A los filósofos de la
naturaleza se les llama a menudo «presocráticos», porque vivieron antes de
Sócrates. Es verdad que Demócrito murió un par de años después que Sócrates,
pero su manera de pensar pertenece a la filosofía de la naturaleza presocrática.
Además no marcamos únicamente una separación temporal con Sócrates, también nos
vamos a trasladar un poco geográficamente, ya que Sócrates es el primer
filósofo nacido en Atenas, y tanto él como sus dos sucesores vivieron y
actuaron en Atenas. Quizás recuerdes que también Anaxágoras vivió durante algún
tiempo en esa ciudad, pero fue expulsado por decir que el sol era una esfera de
fuego. (Tampoco le fue mejor a Sócrates.) Desde los tiempos de Sócrates, la
vida cultural griega se concentró en Atenas. Pero aún es más importante tener
en cuenta que el mismo proyecto filosófico cambia de características al pasar
de los filósofos de la naturaleza a Sócrates. ¡Se levanta el telón, Sofía! La
historia del pensamiento es como un drama en muchos actos.
El hombre en el centro
Desde aproximadamente el año 450 a. de C., Atenas se
convirtió en el centro cultural del mundo griego. Y también la filosofía tomó
un nuevo rumbo. Los filósofos de la naturaleza fueron ante todo investigadores
de la naturaleza. Por ello ocupan también un importante lugar en la historia de
la ciencia. En Atenas, el interés comenzó a centrarse en el ser humano y en el
lugar de éste en la sociedad. En Atenas se iba desarrollando una democracia con
asamblea popular y tribunales de justicia. Una condición previa de la democracia
era que el pueblo recibiera la enseñanza necesaria para poder participar en el
proceso de democratización. También en nuestros días sabemos que una joven
democracia requiere que el pueblo reciba una buena enseñanza. En Atenas, por lo
tanto, era muy importante dominar, sobre todo, el arte de la retórica. Desde
las colonias griegas, pronto acudió a Atenas un gran grupo de profesores y
filósofos errantes. Éstos se llamaban a sí mismos sofistas. La palabra
«sofista» significa persona sabia o hábil. En Atenas los sofistas vivían de
enseñar a los ciudadanos. Los sofistas tenían un importante rasgo en común con
los filósofos de la naturaleza: el adoptar una postura crítica ante los mitos
tradicionales. Pero, al mismo tiempo, los sofistas rechazaron lo que entendían
como especulaciones filosóficas inútiles. Opinaban que, aunque quizás existiera
una respuesta a las preguntas filosóficas, los seres humanos no serían capaces
de encontrar respuestas seguras a los misterios de la naturaleza y del
universo. Ese punto de vista se llama escepticismo en filosofía. Pero aunque no
seamos capaces de encontrar la respuesta a todos los enigmas de la naturaleza,
sabemos que somos seres humanos obligados a convivir en sociedad. Los sofistas
optaron por interesarse por el ser humano y por su lugar en la sociedad. «El
hombre es la medida de todas las cosas», decía el sofista Protágoras (aprox.
487-420 a. de C.), con lo que quería decir que siempre hay que valorar lo que
es bueno o malo, correcto o equivocado, en relación con las necesidades del hombre.
Cuando le preguntaron si creía en los dioses griegos, contestó que «el asunto
es complicado y la vida humana es breve». A los que, como él, no saben
pronunciarse con seguridad sobre la pregunta de si existe o no un dios, los
llamamos agnósticos. Los sofistas viajaron mucho por el mundo, y habían visto
muchos regímenes distintos. Podían variar mucho, de un lugar a otro, las
costumbres y las leyes de los Estados. De ese modo, los sofistas crearon un
debate en Atenas sobre qué era lo que estaba determinado por la naturaleza y
qué creado por la sociedad. Así pusieron los cimientos de una crítica social en
la ciudad-estado de Atenas. Señalaron, por ejemplo, que expresiones tales como
«pudor natural» no siempre concordaban con la realidad. Porque si es natural
tener pudor, tiene que ser algo innato. ¿Pero es innato, Sofía, o es un
sentimiento creado por la sociedad? A una persona que ha viajado por el mundo,
la respuesta le resulta fácil: no es natural o innato tener miedo a mostrarse
desnudo. El pudor, o la falta de pudor, está relacionado con las costumbres de
la sociedad. Como podrás entender, los sofistas errantes crearon amargos
debates en la sociedad ateniense, señalando que no había «normas absolutas»
sobre lo que es correcto o erróneo. Sócrates, por otra parte, intentó mostrar
que sí existen algunas normas absolutas y universales.
¿Quién era Sócrates?
Sócrates (470-399 a. de C.) es quizás el personaje más
enigmático de toda la historia de la filosofía. No escribió nada en absoluto. Y
sin embargo, es uno de los filósofos que más influencia ha ejercido sobre el
pensamiento europeo. Esto se debe en parte a su dramática muerte. Sabemos que
nació en Atenas y que pasó la mayor parte de su vida por calles y plazas
conversando con la gente con la que se topaba. Los árboles en el campo no me
pueden enseñar nada, decía. A menudo se quedaba inmóvil, de pie, en profunda meditación
durante horas. Ya en vida fue considerado una persona enigmática y, al poco
tiempo de morir, como el artífice de una serie de distintas corrientes
filosóficas. Precisamente porque era tan enigmático y ambiguo, podía ser
utilizado en provecho de corrientes completamente diferentes. Lo que es seguro
es que era feo de remate. Era bajito y gordo, con ojos saltones y nariz
respingona. Pero interiormente era, se decía, «maravilloso». También se decía
de él: «Se puede buscar y rebuscar en su propia época, se puede buscar y rebuscar
en el pasado, pero nunca se encontrará a nadie como él». Y, sin embargo, fue
condenado a muerte por su actividad filosófica. La vida de Sócrates se conoce
sobre todo a través de Platón, que fue su alumno y que, por otra parte, sería
uno de los filósofos más grandes de la historia. Platón escribió muchos
diálogos —o conversaciones filosóficas— en los que utilizaba a Sócrates como
portavoz. No podemos estar completamente seguros de que las palabras que Platón
pone en boca de Sócrates fueran verdaderamente pronunciadas por Sócrates, y,
por ello, resulta un poco difícil separar entre lo que era la doctrina de
Sócrates y las palabras del propio Platón. Este problema también surge con
otros personajes históricos que no dejaron ninguna fuente escrita. El ejemplo
más conocido de esto es, sin duda, Jesucristo. No podemos estar seguros de que
el «Jesús histórico» dijera verdaderamente lo que ponen en su boca Mateo o
Lucas. Lo mismo pasa también con lo que dijo el «Sócrates histórico». Sin
embargo, no es tan importante saber quién era Sócrates verdaderamente. Es, ante
todo, la imagen que nos proporciona Platón de Sócrates la que ha inspirado a
los pensadores de Occidente durante casi 2.500 años.
El arte de conversar
La propia esencia de la actividad de Sócrates es que su
objetivo no era enseñar a la gente. Daba más bien la impresión de que aprendía
de las personas con las que hablaba. De modo que no enseñaba como cualquier
maestro de escuela. No, no, él conversaba. Está claro que no se habría
convertido en un famoso filósofo si sólo hubiera escuchado a los demás. Y
tampoco le habrían condenado a muerte, claro está. Pero, sobre todo, al
principio solía simplemente hacer preguntas, dando a entender que no sabía
nada. En el transcurso de la conversación, solía conseguir que su interlocutor
viera los fallos de su propio razonamiento. Y entonces, podía suceder que el
otro se viera acorralado y, al final, tuviera que darse cuenta de lo que era bueno
y lo que era malo. Se dice que la madre de Sócrates era comadrona, y Sócrates
comparaba su propia actividad con la del «arte de parir» de la comadrona. No es
la comadrona la que pare al niño. Simplemente está presente para ayudar durante
el parto. Así, Sócrates consideraba su misión ayudar a las personas a «parir»
la debida comprensión. Porque el verdadero conocimiento tiene que salir del
interior de cada uno. No puede ser impuesto por otros. Sólo el conocimiento que
llega desde dentro es el verdadero conocimiento. Puntualizo: la capacidad de
parir hijos es una facultad natural. De la misma manera, todas las personas
pueden llegar a entender las verdades filosóficas cuando utilizan su razón.
Cuando una persona «entra en juicio», recoge algo de ella misma. Precisamente
haciéndose el ignorante, Sócrates obligaba a la gente con la que se topaba a
utilizar su sentido común. Sócrates se hacía el ignorante, es decir, aparentaba
ser más tonto de lo que era. Esto lo llamamos ironía socrática. De esa manera,
podía constantemente señalar los puntos débiles de la manera de pensar de los
atenienses. Esto solía suceder en plazas públicas. Un encuentro con Sócrates
podía significar quedar en ridículo ante un gran público. Por lo tanto, no es
de extrañar que Sócrates, a la larga, pudiera resultar molesto e irritante,
sobre todo para los que sostenían los poderes de la sociedad. «Atenas es como
un caballo apático», decía Sócrates, «y yo soy un moscardón que intenta
despertarlo y mantenerlo vivo». (¿Qué se hace con un moscardón, Sofía? ¿Me lo
puedes decir?)
Una voz divina
No era con intención de torturar a su prójimo por lo que
Sócrates les incordiaba continuamente. Había algo dentro de él que no le dejaba
elección. Él solía decir que tenía una «voz divina» en su interior. Sócrates
protestaba, por ejemplo, contra tener que participar en condenar a alguien a
muerte. Además, se negaba a delatar a adversarios políticos. Esto le costaría,
al final, la vida. En 399 a. de C. fue acusado de «introducir nuevos dioses» y
de «llevar a la juventud por caminos equivocados». Por una escasa mayoría, fue
declarado culpable por un jurado de 500 miembros. Seguramente podría haber
suplicado clemencia. Al menos, podría haber salvado el pellejo si hubiera
accedido a abandonar Atenas. Pero si lo hubiera hecho, no habría sido Sócrates.
El caso es que valoraba su propia conciencia —y la verdad— más que su propia
vida. Aseguró que había actuado por el bien del Estado. Y, sin embargo, lo
condenaron a muerte. Poco tiempo después, vació la copa de veneno en presencia
de sus amigos más íntimos. Luego cayó muerto al suelo. ¿Por qué, Sofía? ¿Por
qué tuvo que morir Sócrates? Esta pregunta ha sido planteada por los seres
humanos durante 2.400 años. Pero él no es la única persona en la historia que
ha ido hasta el final, muriendo por su convicción. Ya mencioné a Jesús, y en
realidad existen más puntos comunes entre Jesús y Sócrates. Mencionaré algunos.
Tanto Jesús como Sócrates eran considerados personas enigmáticas por sus
contemporáneos. Ninguno de los dos escribió su mensaje, lo que significa que
dependemos totalmente de la imagen que de ellos dejaron sus discípulos. Lo que
está por encima de cualquier duda, es que los dos eran maestros en el arte de
conversar. Además, hablaban con una autosuficiencia que fascinaba e irritaba. Y
los dos pensaban que hablaban en nombre de algo mucho mayor que ellos mismos.
Desafiaron a los poderosos de la sociedad, criticando toda clase de injusticia
y abuso de poder. Y finalmente, esta actividad les costaría la vida. También en
lo que se refiere a los juicios contra Jesús y Sócrates, vemos varios puntos
comunes. Los dos podrían haber suplicado clemencia y haber salvado, así, la
vida. Pero pensaban que tenían una vocación que habrían traicionado si no hubieran
ido hasta el final. Precisamente yendo a la muerte con la cabeza erguida,
reunirían a miles de partidarios también después de su muerte. Aunque hago esta
comparación entre Jesús y Sócrates, no digo que fueran iguales. Lo que he
querido decir, ante todo, es que los dos tenían un mensaje que no puede ser
separado de su coraje personal.
Un comodín en Atenas
¡Sócrates, Sofía! No hemos acabado del todo con él, ¿sabes?
Hemos dicho algo sobre su método. ¿Pero cuál fue su proyecto filosófico? Sócrates
vivió en el mismo tiempo que los sofistas. Como ellos, se interesó más por el
ser humano y por su vida que por los problemas de los filósofos de la
naturaleza. Un filósofo romano —Cicerón— diría, unos siglos más tarde, que
Sócrates «hizo que la filosofía bajara del cielo a la tierra, y la dejó morar
en las ciudades y la introdujo en las casas, obligando a los seres humanos a
pensar en la vida, en las costumbres, en el bien y en el mal». Pero Sócrates
también se distinguía de los sofistas en un punto importante. Él no se
consideraba sofista, es decir, una persona sabia o instruida. Al contrario que los
sofistas, no cobraba dinero por su enseñanza. Sócrates se llamaba «filósofo», en
el verdadero sentido de la palabra. «Filósofo» significa en realidad «uno que
busca conseguir sabiduría». ¿Estás cómoda, Sofía? Para el resto del curso de
filosofía, es muy importante que entiendas la diferencia entre un «sofista» y
un «filósofo». Los sofistas cobraban por sus explicaciones más o menos sutiles,
y esos sofistas han ido apareciendo y desapareciendo a través de toda la
historia. Me refiero a todos esos maestros de escuela y sabelotodos que, o están
muy contentos con lo poco que saben, o presumen de saber un montón de cosas de
las que en realidad no tienen ni idea. Seguramente habrás conocido a algunos de
esos sofistas en tu corta vida. Un verdadero filósofo, Sofía, es algo muy
distinto, más bien lo contrario. Un filósofo sabe que en realidad sabe muy
poco, y, precisamente por eso, intenta una y otra vez conseguir verdaderos
conocimientos. Sócrates fue un ser así, un ser raro. Se daba cuenta de que no
sabía nada de la vida ni del mundo, o más que eso: le molestaba seriamente
saber tan poco. Un filósofo es, pues, una persona que reconoce que hay un
montón de cosas que no entiende. Y eso le molesta. De esa manera es, al fin y
al cabo, más sabio que todos aquellos que presumen de saber cosas de las que no
saben nada. «La más sabia es la que sabe lo que no sabe», dije. Y Sócrates dijo
que sólo sabía una cosa: que no sabía nada. Toma nota de esta afirmación,
porque ese reconocimiento es una cosa rara, incluso entre filósofos. Además,
puede resultar tan peligroso si lo predicas públicamente que te puede costar la
vida. Los que preguntan, son siempre los más peligrosos. No resulta igual de peligroso
contestar. Una sola pregunta puede contener más pólvora que mil respuestas. ¿Has
oído hablar del nuevo traje del emperador? En realidad, el emperador estaba
totalmente desnudo, pero ninguno de sus súbditos se atrevió a decírselo. De
pronto, hubo un niño que exclamó que el emperador estaba desnudo. Ése era un
niño valiente, Sofía. De la misma manera, Sócrates se atrevió a decir lo poco
que sabemos los seres humanos. Ya señalamos antes el parecido que hay entre
niños y filósofos. Puntualizo: la humanidad se encuentra ante una serie de
preguntas importantes a las que no encontramos fácilmente buenas respuestas.
Ahora se ofrecen dos posibilidades: podemos engañarnos a nosotros mismos y al
resto del mundo, fingiendo que sabemos todo lo que merece la pena saber, o
podemos cerrar los ojos a las preguntas primordiales y renunciar, de una vez
por todas, a conseguir más conocimientos. De esta manera, la humanidad se
divide en dos partes. Por regla general, las personas, o están segurísimas de
todo, o se muestran indiferentes. (¡Las dos clases gatean muy abajo en la piel
del conejo!) Es como cuando divides una baraja en dos, mi querida Sofía. Se
meten las cartas rojas en un montón, y las negras en otro. Pero, de vez en
cuando, sale de la baraja un comodín, una carta que no es ni trébol, ni
corazón, ni rombo, ni pica. Sócrates fue un comodín de esas características en
Atenas. No estaba ni segurísimo, ni se mostraba indiferente. Solamente sabía
que no sabía nada, y eso le inquietaba. De modo que se hace filósofo el que
incansablemente busca conseguir conocimientos ciertos. Se cuenta que un ateniense
preguntó al oráculo de Delfos quién era el ser más sabio de Atenas. El oráculo
contestó que era Sócrates. Cuando Sócrates se enteró, se extrañó muchísimo.
(¡Creo que se echó a reír, Sofía!) Se fue en seguida a la ciudad a ver a uno
que, en opinión propia, y en la de muchos otros, era muy sabio. Pero cuando
resultó que ese hombre no era capaz de dar ninguna respuesta cierta a las
preguntas que Sócrates le hacía, éste entendió al final que el oráculo tenía
razón. Para Sócrates era muy importante encontrar una base segura para nuestro
conocimiento. Él pensaba que esta base se encontraba en la razón del hombre.
Con su fuerte fe en la razón del ser humano, era un típico racionalista.
Un conocimiento correcto conduce a acciones correctas
Ya mencioné que Sócrates pensaba que tenía por dentro una voz
divina y que esa «conciencia» le decía lo que estaba bien. «Quien sepa lo que
es bueno, también hará el bien», decía. Quería decir que conocimientos
correctos conducen a acciones correctas. Y sólo el que hace esto se convierte
en un «ser correcto». Cuando actuamos mal es porque desconocemos otra cosa. Por
eso es tan importante que aumentemos nuestros conocimientos. Sócrates estaba
precisamente buscando definiciones claras y universales de lo que estaba bien y
de lo que estaba mal. Al contrario que los sofistas, él pensaba que la capacidad
de distinguir entre lo que está bien y lo que está mal se encuentra en la
razón, y en la sociedad. Quizás esto último te resulte
un poco difícil de digerir, Sofía. Empiezo de nuevo: Sócrates pensaba que era
imposible ser feliz si uno actúa en contra de sus convicciones. Y el que sepa
cómo se llega a ser un hombre feliz, intentará serlo. Por ello, quien sabe lo
que está bien, también hará el bien, pues ninguna persona querrá ser infeliz,
¿no? ¿Tú qué crees, Sofía? ¿Podrás vivir feliz si constantemente haces cosas
que en el fondo sabes que no están bien? Hay muchos que constantemente mienten,
y roban, y hablan mal de los demás. ¡De acuerdo! Seguramente saben que eso no
está bien, o que no es justo, si prefieres. ¿Pero crees que eso les hace
felices? Sócrates no pensaba así.
Cuando Sofía hubo leído la carta sobre Sócrates, la metió en
la caja y salió al jardín. Quería meterse en casa antes de que su madre
volviera de la compra, para evitar un montón de preguntas sobre dónde había
estado. Además, había prometido fregar los platos. Estaba llenando de agua la
pila cuando entró su madre con dos bolsas de compra. Quizás por eso dijo:
—Pareces estar un poco en la luna últimamente, Sofía.
Sofía no sabía por qué lo decía, simplemente se le escapó:
—Sócrates también lo estaba.
—¿Sócrates?
La madre abrió los ojos de par en par.
—Es una pena que tuviera que pagar con su vida por ello
—prosiguió Sofía muy pensativa.
—¡Pero Sofía! ¡Ya no sé qué decir!
—Tampoco lo sabía Sócrates. Lo único que sabía era que no
sabía nada en absoluto. Y, sin embargo, era la persona más sabia de Atenas. La
madre estaba atónita. Al final dijo:
—¿Es algo que has aprendido en el instituto?
Sofía negó enérgicamente con la cabeza.
—Allí no aprendemos nada… La gran diferencia entre un maestro
de escuela y un auténtico filósofo es que el maestro cree que sabe un montón e
intenta obligar a los alumnos a aprender. Un filósofo intenta averiguar las
cosas junto con los alumnos.
—De modo que estamos hablando de conejos blancos… Sabes una
cosa, pronto exigiré que me digas quién es ese novio tuyo. Si no, empezaré a
pensar que está un poco tocado.
Sofía se volvió y señaló a su madre con el cepillo de fregar.
—No es él el que está tocado. Pero es un moscardón que
estorba a los demás. Lo hace para sacarles de su manera
rutinaria de pensar.
—Bueno, déjalo ya. A mí me parece que debe de ser un poco
respondón.
—No es ni respondón ni sabio. Pero intenta conseguir
verdadera sabiduría. Ésa es la diferencia entre un auténtico
comodín y todas las demás cartas de la baraja.
—¿Comodín, has dicho?
Sofía asintió.
—¿Se te ha ocurrido que hay muchos corazones y muchos rombos
en una baraja? También hay muchos tréboles y picas.
Pero sólo hay un comodín.
—Cómo contestas, hija mía.
—Y tú, cómo preguntas.
La madre había colocado toda la compra. Cogió el periódico y
se fue a la sala de estar. A Sofía le pareció que había cerrado la puerta dando
un portazo. Cuando hubo terminado de fregar los cacharros, subió a su habitación.
Había metido el pañuelo de seda roja en la parte de arriba de su armario, junto
al lego. Ahora lo volvió a bajar y lo miró detenidamente.
Atenas
… de las ruinas se levantaron varios edificios…
Aquella tarde, la madre de Sofía se fue a visitar a una
amiga. En cuanto hubo salido de la casa, Sofía bajó al jardín y se metió en el
Callejón, dentro del viejo seto. Allí encontró un paquete grande junto a la
caja de galletas. Se apresuró a quitar el papel. ¡En el paquete había una cinta
de vídeo! Entró corriendo en casa. ¡Una cinta de vídeo! Eso sí que era algo
nuevo. ¿Pero cómo podía saber el filósofo que tenían un vídeo? ¿Y qué habría en
esa cinta? Sofía metió la cinta en el aparato, y pronto apareció en la pantalla
una gran ciudad. No tardó mucho en comprender que se trataba de Atenas, porque
la imagen pronto se centró en la Acrópolis. Sofía había visto muchas fotos de
las viejas ruinas. Era una imagen viva. Entre las ruinas de los templos se
movían montones de turistas con ropa ligera y cámaras colgadas del cuello. ¿Y
no había alguien con un cartel? ¡Allí volvía a aparecer! ¿No ponía «Hilde»? Al
cabo de un rato, apareció un primer plano de un señor de mediana edad. Era
bastante bajito, tenía una barba bien cuidada, y llevaba una boina azul. Miró a
la cámara y dijo:
—Bienvenida a Atenas, Sofía. Seguramente te habrás dado
cuenta de que soy Alberto Knox. Si no ha sido así, sólo repito que se sigue
sacando al gran conejo blanco del negro sombrero de copa del universo. Nos
encontramos en la Acrópolis. La palabra significa «el castillo de la ciudad» o,
en realidad, «la ciudad sobre la colina». En esta colina ha vivido gente desde
la Edad de Piedra. La razón es, naturalmente, su ubicación tan especial. Era
fácil defender este lugar en alto del enemigo. Desde la Acrópolis se tenía,
además, buena vista sobre uno de los mejores puertos del Mediterráneo. Conforme
Atenas iba creciendo abajo, sobre la llanura, la Acrópolis se iba utilizando
como castillo y recinto de templos. En la primera mitad del siglo V a. de C., se
libró una cruenta guerra contra los persas, y en el año 480, el rey persa,
Jerjes, saqueó Atenas y quemó todos los viejos edificios de madera de la
Acrópolis. Al año siguiente, los persas fueron vencidos, y comenzó la Edad de
Oro de Atenas, Sofía. La Acrópolis volvió a construirse, más soberbia y más
hermosa que nunca, y ya desde entonces únicamente como recinto de templos. Fue
justamente en esa época cuando Sócrates anduvo por calles y plazas, conversando
con los atenienses. Así, pudo seguir la reconstrucción de la Acrópolis y la
construcción de todos esos maravillosos edificios que vemos aquí. ¡Fíjate qué
lugar de obras tuvo que ser! Detrás de mí puedes ver el templo más grande. Se
llama Partenón, o «Morada de la Virgen», y fue levantado en honor a Atenea, que
era la diosa patrona de Atenas. Este gran edificio de mármol no tiene una sola
línea recta, pues los cuatro lados tienen todos una suave curvatura. Se hizo
así para dar más vida al edificio. Aunque tiene unas dimensiones enormes, no
resulta pesado a la vista, debido, como puedes ver, a un engaño óptico. También
las columnas se inclinan suavemente hacia dentro, y habrían formado una
pirámide de mil quinientos metros si hubieran sido tan altas como para
encontrarse en un punto muy por encima del templo. Lo único que había dentro
del templo era una estatua de Atenea de doce metros de altura. Debo añadir que
el mármol blanco, que estaba pintado de varios colores vivos, se transportaba
desde una montaña a dieciséis kilómetros de distancia… Sofía tenía el corazón
en la boca. ¿De verdad era su profesor de filosofía el que le hablaba desde la
cinta de vídeo? Sólo había podido vislumbrar su silueta una vez en la
oscuridad, pero podía muy bien tratarse del mismo hombre que ahora estaba en la
Acrópolis. El hombre comenzó a andar por el lateral del templo y la cámara le
seguía. Finalmente se acercó al borde de la roca y señaló hacia el paisaje. La
cámara enfocó un viejo anfiteatro situado por debajo de la propia meseta de la
Acrópolis.
—Aquí ves el antiguo teatro de Dionisos —prosiguió el hombre
de la boina—. Se trata probablemente del teatro más antiguo de Europa. Aquí se
representaron las obras de los grandes autores de tragedias Esquilo, Sófocles y
Eurípides, precisamente en la época de Sócrates. Ya mencioné la tragedia sobre
el desdichado rey Edipo. Pues esa tragedia se representó por primera vez aquí.
También hacían comedias. El autor de comedias más famoso fue Aristófanes, que,
entre otras cosas, escribió una comedia maliciosa sobre el estrafalario
Sócrates. En la parte de atrás puedes ver la pared de piedra que servía de
fondo a los actores. Esa pared se llamaba skené y ha prestado su nombre a
nuestra palabra «escena». Por cierto, la palabra teatro proviene de una antigua
palabra griega que significaba «mirar». Pero pronto volveremos a los filósofos,
Sofía. Demos la vuelta al Partenón y bajemos por la parte de la fachada. El
hombrecillo rodeó el gran templo y a su derecha se veían algunos templos más
pequeños. Luego bajó unas escaleras entre altas columnas. Desde la meseta de la
Acrópolis subió a un pequeño monte y señaló hacia Atenas. —El monte sobre el
que nos encontramos se llama Areópago. Aquí era donde el tribunal supremo de
Atenas pronunciaba sus sentencias en casos de asesinato. Muchos siglos más
tarde, el apóstol Pablo estuvo aquí hablando de Jesucristo y del cristianismo a
los atenienses. Pero a ese discurso ya volveremos más adelante. Abajo, a la
izquierda, puedes ver las ruinas de la antigua plaza de Atenas. Excepto el gran
templo del dios herrero, Hefesto, sólo quedan ya bloques de mármol. Bajemos… Al
instante, volvió a aparecer entre las viejas ruinas. Arriba, en la parte
superior de la pantalla de Sofía, se erguía el templo de Atenea sobre la
Acrópolis. El profesor de filosofía se había sentado sobre un bloque de mármol.
Miró a la cámara y dijo:
—Estamos sentados en las afueras de la antigua plaza de
Atenas. ¿Triste, verdad? Me refiero a cómo está hoy. Pero aquí hubo, en alguna
época, maravillosos templos, palacios de justicia y otros edificios públicos,
comercios, una sala de conciertos e incluso un gran gimnasio. Todo, alrededor
de la propia plaza, que era un gran rectángulo… En este pequeño recinto, se pusieron
los cimientos de toda la civilización europea. Palabras como «política» y
«democracia», «economía» e «historia», «biología» y «física», «matemáticas» y
«lógica», «teología» y «filosofía», «ética» y «psicología», «teoría» y
«método», «idea» y «sistema», y muchas, muchas más, proceden de un pequeño
pueblo que vivía en torno a esta plaza. Por aquí anduvo Sócrates hablando con
la gente. Quizás agarrara a algún esclavo que llevaba un cuenco de aceitunas
para hacerle, al pobre hombre, preguntas filosóficas. Porque Sócrates opinaba
que un esclavo tenía la misma capacidad de razonar que un noble. Tal vez se
encontrara en una vehemente disputa con algún ciudadano, o conversara, en voz
baja, con su discípulo Platón. Resulta curioso, ¿verdad? Hablamos todavía de
filosofía «socrática» o filosofía «platónica», pero es muy distinto ser Platón
o Sócrates. Claro que le resultaba curioso a Sofía. Pero le parecía, no
obstante, igual de curioso que el filósofo le hablara así, de repente, a través
de una cinta de vídeo que había sido llevada a su lugar secreto del jardín por
un misterioso perro. El filósofo se levantó del bloque de mármol y dijo en voz
muy baja:
—Inicialmente, había pensado dejarlo aquí, Sofía. Quise
mostrarte la Acrópolis y las ruinas de la antigua plaza de Atenas. Pero aún no
sé si has entendido lo grandiosos que fueron en la Antigüedad los alrededores
de este lugar… de modo que siento la tentación… de continuar un poco más.
Naturalmente, es del todo inédito, pero confío en que esto quede entre tú y yo.
Bueno, de todas formas, bastará con un rápido vistazo. No dijo nada más, y se
quedó mirando fijamente a la cámara durante un buen rato. A continuación,
apareció en la pantalla una imagen totalmente distinta. De las ruinas se
levantaron varios edificios altos. Como por arte de magia, se habían vuelto a reconstruir
todas las ruinas. Sobre el horizonte se veía todavía la Acrópolis, pero ahora,
tanto la Acrópolis como los edificios de abajo, en la plaza, eran completamente
nuevos. Estaban cubiertos de oro, y pintados con colores fuertes. Por la gran
plaza se paseaban personas vestidas con túnicas pintorescas. Algunos llevaban
espadas, otros llevaban jarras en la cabeza, y uno de ellos llevaba un rollo de
papiro bajo el brazo. Ahora Sofía reconoció al profesor de filosofía. Seguía
con su boina azul, pero en estos momentos vestía una túnica amarilla, como las
demás personas de la imagen. Fue hacia Sofía, miró a la cámara y dijo: —Ya ves,
Sofía. Estamos en la Atenas de la Antigüedad. Quería que tú también vinieras,
¿sabes? Estamos en el año 402 a. de C., solamente tres años antes de la muerte
de Sócrates. Espero que aprecies esta visita tan exclusiva, pues no creas que fue
fácil alquilar una videocámara. Sofía se sentía aturdida. ¿Cómo podía ese
hombre misterioso estar, de repente, en la Atenas de hace 2.400 años? ¿Cómo era
posible ver una grabación en vídeo de otra época? Naturalmente, Sofía sabía que
no había vídeo en la Antigüedad. ¿Podría estar viendo un largometraje? Pero
todos los edificios de mármol parecían tan auténticos… Tener que reconstruir
toda la antigua plaza de Atenas y toda la Acrópolis sólo para una película
resultaría carísimo. Y sería un precio demasiado alto sólo para que Sofía
aprendiera algo sobre Atenas. El hombre de la boina la volvió a mirar.
—¿Ves a aquellos dos hombres bajo las arcadas?
Sofía vio a un hombre mayor, con una túnica algo andrajosa.
Tenía una barba larga y desarreglada, nariz chata, un par de penetrantes ojos
azules y mofletes. A su lado, había un hombre joven y hermoso. —Son Sócrates y
su joven discípulo Platón. ¿Lo entiendes, Sofía? Verás, ahora los conocerás
personalmente. El profesor de filosofía se acercó a los dos hombres que estaban
de pie bajo un alto tejado. Levantó la boina y dijo algo que Sofía no entendió.
Seguramente era en griego. Pero, al cabo de un instante, miró directamente a la
cámara de nuevo y dijo: —Les he contado que eres noruega y que tienes muchas
ganas de conocerlos. Ahora Platón te hará algunas preguntas para que las
medites. Pero tenemos que hacerlo antes de que los vigilantes nos descubran. Sofía
notó una presión en las sienes, pues ahora se acercaba el joven y miraba
directamente a la cámara.
—Bienvenida a Atenas, Sofía —dijo con voz suave. Hablaba con
mucho acento—. Me llamo Platón, y te voy a proponer cuatro ejercicios: lo
primero, debes pensar en cómo un pastelero puede hacer cincuenta pastas
completamente iguales. Luego, puedes preguntarte a ti misma por qué todos los
caballos son iguales. Y también debes pensar en si el alma de los seres humanos
es inmortal. Finalmente, tendrás que decir si los hombres y las mujeres tienen
la misma capacidad de razonar.
¡Suerte!
De repente, había desaparecido la imagen de la pantalla. Sofía
intentó adelantar y rebobinar la cinta, pero había visto todo lo que contenía. Sofía
procuraba concentrarse y pensar. Pero en cuanto empezaba a pensar en una cosa,
le daba por pensar en otra totalmente diferente, mucho antes de haber acabado
de desarrollar el primer pensamiento. Hacía tiempo que sabía que el profesor de
filosofía era un hombre muy original. Pero a Sofía le parecía que se pasaba con
esos métodos de enseñanza que infringían incluso las leyes de la naturaleza. ¿Eran
verdaderamente Sócrates y Platón los que había visto en la pantalla? Claro que
no, eso era completamente imposible. Pero tampoco habían sido dibujos animados
lo que había visto. Sofía sacó la cinta del aparato y se la llevó arriba, a su
habitación. Allí la metió en el armario, con todas las piezas del lego. Pronto
se tumbó rendida en la cama, y se durmió. Unas horas más tarde, su madre entró
en la habitación. La sacudió suavemente y dijo:
—Pero Sofía, ¿qué te pasa?
—¿Eh…?
—¿Te has acostado vestida?
Sofía abrió los ojos a duras penas.
—He estado en Atenas —dijo.
Y no dijo nada más; se dio la vuelta y continuó durmiendo.